Para dar forma a su nuevo libro, El plan maestroJavier Sierra ha visitado cuevas con pinturas rupestres, museos, el hogar de artistas como Frida Kahlo… Y de cara a su presentación ha recalado en otra cuna del arte, Bilbao, donde no ha dejado pasar la oportunidad de visitar el Museo de Bellas Artes y maravillarse con las obras de ampliación de esta pinacoteca, cuyos trabajos está previsto que terminen a finales de este año.

Tras leer ‘El plan maestro’ nos quedamos con hambre de conocimiento, de descubrir más. ¿Siente que cuando nos acerquemos a los diferentes museos después de leer este libro los vamos a visitar de una forma distinta?

—Mi esperanza de verdad es que revisite el museo y que lo haga con un amigo de menos de siete años, que puede ser su hijo, su nieto… lo que sea. Pero que tenga esa mirada que todavía es inocente, que no ha sido sesgada o focalizada por la educación, y que establezca libres relaciones entre los rasgos, los colores, interprete la simbología sin la presión de la cultura, y de ahí saque esa mirada primitiva e instintiva que estaba en los orígenes del arte y que hemos ido perdiendo con los siglos.

“Me intriga qué ocurrió en la capacidad cognitiva del neandertal, que no del sapiens, para que sacralizaran santuarios con la pintura”

Solemos pensar que la pasión por el arte es algo que inculcamos los padres a los hijos, pero aquí nos demuestra que los niños tienen mucha más sensibilidad por el arte, que ven cosas que a simple vista a nosotros se nos escapan. Está bien ver con esos ojos de la infancia lo que ahora observamos con ojos de adulto, ¿no?

—Yo eso lo aprendí del arqueólogo francés Jean Clottes, que fue el primero que se dio cuenta de que muchas de las cuevas rupestres de todo el mundo han sido descubiertas por niños. No porque no hubieran entrado antes en esas cavernas adultos, sino porque los adultos no entendían que allí pudiera haber arte y, sin embargo, lo niños lo encontraron. Y esa visión a mí me impactó tanto que decidí, antes de que mis propios hijos perdieran la inocencia, llevármelos de cuevas. La novela parte de ahí, de una excursión con los niños a una cueva para ver si eran capaces de ver lo que los adultos no éramos capaces. Y descubrí que sí, que con la misma facilidad con la que encontraban patrones en las nubes ellos veían cosas en las cuevas.

Esa excursión tuvo lugar en Cantabria. En la novela también vamos a Francia y descubrimos otras muchas cuevas. Pero aquí, en Bizkaia, también tenemos Santimamiñe, otra cueva descubierta por un grupo de muchachos. ¿Ha tenido la oportunidad de visitarla?

—No, he leído sobre ella pero no la conozco. Pero es que claro, hay un misterio que tiene mucho que ver con el territorio, que es qué pasó en esta parte del planeta hace 70.000 años, entre la cornisa cantábrica y el sur de Francia, para que el arte naciera aquí. ¿Qué ocurrió en la capacidad cognitiva del neandertal, que no del sapiens, para que ellos sacralizaran santuarios con la pintura y pintaran como si fuera una pared infinita, generación tras generación, imágenes encima de imágenes, durante miles de años? Yo no tengo respuesta todavía a esa pregunta, pero me resulta de lo más intrigante.

La ciencia tampoco tiene, al menos de momento, una respuesta para esa incógnita.

—No, pero a lo mejor es más fácil que la encuentre la imaginación que la ciencia. El gran poder de mis novelas es que proponen soluciones imaginativas a preguntas que son racionales y sensatas. Como la ciencia necesita pruebas –y es lógico, es así como se construye el método–, tarda mucho en encontrarlas. Yo puedo establecer esas conexiones de manera más libre, y puedo incluso en algún momento, que ha pasado, inspirar a algún investigador o científico a explorar en esa dirección que yo apunto.

Si algo demuestra, además, con esta novela es que el arte es algo que le atrapa. En su visita a Bilbao, ¿ha tenido oportunidad de acercarse a alguno de sus museos?

—Sí, vine antes para poder ver el Bellas Artes.

¿Cómo está viendo las obras de ampliación?

—Fantásticas. Bueno, no soy objetivo porque el responsable, Miguel Zugaza, es un viejo amigo mío. Fue director del Museo del Prado cuando yo escribí El maestro del Prado, y de alguna manera fue mi cómplice en algunas cosas. Sé que él miraba de reojo en las salas del Prado buscando a Luis Fovel, al protagonista de mi novela, y ojalá ahora consiga que mire de reojo también en su nuevo museo de Bilbao para ver si lo encuentra, que a veces se puede mover (risas).