Hablamos de burbuja audiovisual ahora que las nuevas plataformas de internet y de pago están naciendo cada día. Cientos de series se están fabricando a toda pastilla. Pero estamos ante un negocio que lo que menos falta le hace es la industrialización: convertir las series en algo parecido a un coche y los planos y secuencias en piezas de la cadena de montaje. Vale que algo de eso siempre ha habido pero todavía hay una tendencia que trabaja por que esta narración tenga la ambición de crear nuevas tramas, de innovar formatos y, además, de entretener. Ahora las productoras que más trabajan lo hacen por mantener unos costes de producción que les permitan llegar a fin de mes. Ya lo demostró Juego de Tronos que mucha inversión en los actores principales y en la producción de sus efectos pero a la hora de la verdad, la mayor de las batallas la resuelven bajando la luz para que no se vean sus miserias. El martes acabó la última temporada de Allí abajo. Un guión repetido a fuerza de coger trocitos de aquí y de allá. Un final feliz tan predecible que uno duda de que no hubiera sido escrito por una robot o alguien que tiene aburridamente interiorizado en qué consiste el éxito televisivo que ni siquiera se ha propuesto meter alguna novedad que desmarque la serie de la eterna repetición. Va a ser que buena parte de las series que vemos en televisión son copias de otras series, las propuestas se desarrollan como ya vimos otras veces y los finales ya los hemos visto. Una serie que se está estrenando ahora en Netflix es Dilema: una copia del planteamiento de Una proposición indecente, filme de Adrian Lyne que protagonizaron Robert Redford y Demi Moore allá por 1993. La serie de Netflix la protagoniza Renée Zellweger que ha cambiado el referente de Redford por el Cruella de Vil de 101 Dálmatas. Pequeños cambios que poco tienen que ver con la creación pero suficientes, al parecer, para seguir con esta industria hacia no se sabe dónde.