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El repentino despertar de los volcanes

Sebástien Gonzalez se sobrepuso al mar de fondo de las gradas que empujaron a Irujo para romper los pronósticos en una emotiva final

El repentino despertar de los volcanesFoto: RUBEN PLAZA

final DEL CUATRO Y MEDIO el ambiente

Crujía el viejo armazón del Atano III, enfervorecido por la todopoderosa mano de Juan Martínez de Irujo, un martillo sobre el yunque de Sebástien Gonzalez, el hombre tranquilo de Iparralde. Era el afán, el impetuoso tercio de caballería, abalanzándose contra las murallas de apariencia frágil que parecían ceder al paso marcial; eran las gradas en alboroto, aupándole a Juan al santuario de la Colina de las Leyendas, allá donde se adora a los viejos reyes de este deporte, y era el silencio sereno de Azkaine, tierra de paso lento. "Llegará su hora", murmuraba entre dientes un corresponsal de Le Journal, pero el reloj desbarataba el augurio. Juan era el relámpago -uno, dos, tres... ¡así hasta diez!- y el cuaderno del galo era un saco de maldiciones. En educado francés pero maldiciones, al fin y al cabo...

Entonces, justo cuando el 10-2 presagiaba una tarde negra para el hombre de azul, y el dinero de Azkaine estaba condenado a la horca, un compatriota de Sebástien sacó un fajo -a bote pronto, 500 euros- y, sereno, lo puso en las caprichosas manos del destino. Juan Mari Atutxa, Andoni Ortuzar, Luis Mari Artiach, Mikel Huizi, Aitor Landa o Guillermo Elortegi, cerca del apostante de negro, no vieron la operación que nació de un impulso, de esta fe extraña de los hombres pacientes que creen más en la victoria sobre uno mismo que en la conquista de gloriosas ciudades. Para él hoy es día de ostras y champán...

A camino largo, paso corto, ése el santo y seña de los hombres pacientes. A él se encomendó, en la primera mitad del partido, Sebástien, a la espera del despertar de su zurda. El alcalde de Azkaine, Jean-Louis Laduche, pedía serenidad, a la espera de que la inquebrantable ley del esfuerzo bajase a Juan a la tierra.

¿Fue aquel grito -¡Gonzalez, titiritero!- el que provocó el repentino despertar de los volcanes? Una voz procedente de la estruendosa afición de Juan tuvo el don de la clarividencia. De las entrañas del pelotari subió al exterior un juego violento, pelotazos que cruzaban como centellas el frontón, alternados con la precisión del dos paredes, un arte propio de samuráis, afilado como la catana. A cada arrebato de Juan había una respuesta y el hombre de Ibero, de acá para allá, comenzaba a encresparse. Primero contra el juez controlador -le marcó como suyo un descanso del contrario- y después contra una pelota que besó la pintura. La sensación de que los hilos cambiaban de mano crecía sobre la piedra. Juan lo confesaría después. "Pensé que no se enteraba y me movió como a una marioneta...".

Entró el partido, ya digo, en ese vibrante baile de golpes que hacen de este deporte un espectáculo. Lo disfrutaron, entre otros, gente tan variopinta como Iñaki Galdos, Patxi Mutiloa, los presidentes de la Real y del Athletic, Jokin Aperribay y Fernando García Macua, el entrenador de la Real, Martín Lasarte, y losjugadores Xabi Prieto, Dani Estrada y Sergio, y los de Osasuna como Patxi Puñal, Nacho Monreal, César Azpilikueta. También cocineros de la talla de Juan Mari Arzak, Karlos Argiñano o Juanan Zaldua, entre otros, Ismael Urzaiz, Salva Iriarte, Pedro Salinas, Oinatz Bengoetxea, Julen Retegi, Mikel Beroiz, Aritz Altadil, Lucio Azkunaga y Javier Portillo, convencidos del triunfo de Juan, Jaime Agirre, quien apostó cuando el dinero, tirado, cantaba cien a cuarenta, Xabier de Irala, José María Arrate, Gaizka Mendieta, Ugaitz Reyes, Benito Elorrieta, Tito Aulestia, Florencio Mendizabal, Agustín Aduriz, Josu Zalegi, Txema Aldamiz-Etxebarria, Salva Iriarte, el bertsolari Juan Carlos Lizaso, Borja Osés, José Carlos Ramos, junto a su hija Carmen, Ander Ugarte, Javier Ayuso, José Luis Markaida, el hombre que trenza el cuero en las tierras de Donibane, y un buen número de aficionados que miraban, con asombro, cómo los brazos de Sebástien comenzaban a batir como aspas de molino, a centellear como látigo de domador.

No es hombre de pelota Antonio, el comandante en jefe de La Alberca, aunque se trate de un maestro en la lisonja y un erudito del buen humor. "Hoy verán un buen partido, aunque no mejor que ése...", vaticinó al paso de una mujer espléndida. Acertó en la profecía. Sebástien, enfebrecido tras oír los tambores de la revolución, se transformó en Manodepiedra Gonzalez: violento, voraz, preciso en la pegada. Ganaba tierra a dentelladas. Le jalearon por bajo incluso entonces, más entregadas las gradas a la lucha sin cuartel de Juan. Fue el suyo, en la desembocadura del partido, un dominio de la escena propio de Sir Lawrence Oliver y, sin embargo, el público pidió el regreso del príncipe protagonista. Las manos de lava de Sebástien aún ardían mientras Juan, jadeante, besaba el suelo y mordía el polvo.

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