Cuando ya se ha consumido casi una quinta parte del siglo XXI, me parece increíble y una auténtica frivolidad que la resolución de la final del Mundial de balonmano femenino, una competición del máximo nivel de un deporte profesional, quede en manos del famoso criterio arbitral. Que no se recurra a la tecnología para tomar decisiones como la que ayer privó a las Guerreras de tener la posibilidad de colgarse el oro resulta inaudito, sobre todo teniendo en cuenta que, por citar algunos ejemplos, en el baloncesto existe el instant replay, el ojo halcón en el tenis y el VAR en el fútbol. Ahora podemos decir misa, pero lo único que va a misa en el balonmano es lo que pitan los árbitros.

Tras ver varias repeticiones del polémico final, cada vez tengo más claro que Ainhoa Hernández está fuera del área cuando intenta taponar el saque de la portera, que su salto es completamente vertical y que el balón acaba en manos de Shandy, con seis segundos por delante y con la oportunidad de hacer el gol que hubiera dado el triunfo a España. Pero las árbitras señalaron penalti y expulsaron a Ainhoa Hernández por presunta invasión del área. Y así es como te quedas con la clásica cara de tonto, aunque hay que valorar la plata. ¿Quién no la habría firmado antes del inicio del torneo? ¿Y tras la derrota ante Rusia? Pero una vez visto el desarrollo del campeonato, el trabajo de las jugadoras y las soluciones que ha ido encontrando el entrenador, el segundo puesto se antoja escaso, aunque con el premio de un Preolímpico amable, con el factor cancha a favor y con Senegal y Argentina como rivales a batir, porque Suecia es el otro, pero dos de estas cuatro selecciones estarán en Tokio 2020, una cita para la revancha.

El autor es técnico navarro de la Federación Española de Balonmano