ichael Robinson era un futbolista inconformista y agitador. Su llegada a Osasuna en enero de 1987 sacudió al club y a su entorno. Tenía 28 años, un discreto pedigrí balompédico y procedía del fútbol inglés, con el que en los años ochenta se identificaba al equipo rojillo y a su animosa hinchada. Para ubicar ese momento en el que se cruzaron los caminos, hay que contextualizar. Para empezar, Robinson no sabía a dónde venía; siempre contaba la anécdota de que tuvo que buscar en el mapa la ubicación de 'Osasuna' hasta que descubrió que la ciudad era Pamplona. Su conocimiento del equipo que le contrataba no era mayor; un club que subsistía con una economía doméstica, con una presidencia patriarcal con los jugadores y sostenía como objetivo primordial sobrevivir en Primera división. La repetida frase del "modesto Osasuna" era entonces como un lema invisible impreso debajo del escudo. Peso a ello pagó 24 millones de pesetas (unos 145.000 euros) por el traspaso del futbolista.

Tras explotar en el Brighton, había saboreado Robinson las mieles de un Liverpool campeón de Europa (1984), de donde pasó a la discrección del Queens Park Rangers londinense (1984-87). Osasuna apareció entonces como una oportunidad en el horizonte.

El futbolista aterrizó en Pamplona con una sonrisa colgada en el rostro, un carácter afable y una amabilidad de salón de té inglés. Dicho en ocho palabras: Robinson cayó de pie desde el primer día. Con menos cortesía le abrió las puertas el fútbol español: su debut en San Mamés -en un marco que le podía resultar familiar por el estadio y la noche de lluvia- se saldó con una severa derrota (4-1) y dos goles del defensa central Andrinúa, a quien tenía encomendado por el entrenador marcar en los saques de esquina.

Su inmersión en el osasunismo fue un cursillo acelerado con una temática elemental desarrollada en menos de un mes. Primer capítulo: el complejo frente al Athletic. Segundo capítulo: el Real Madrid nos gana de penalti en el último minuto. Tercer capítulo: de vez en cuando hacemos cosas extraordinarias y derrotamos al Barcelona en su campo. Cuarto capítulo: esto es El Sadar. Y en este último punto hay que detenerse.

La hinchada recibió a Robinson el 1 de febrero de 1987 como a un ídolo. El futbolista, para entonces, ya había acumulado información y tenía su composición de lugar. Ver la efervescencia del estadio en la visita del Espanyol, lo que agradaba y lo que no al público, le hizo entender cuál era en adelante su papel. Largas carreras persiguiendo balones inalcanzables, miradas retadoras a los defensas, esfuerzo incansable, intentar rematar cada balón que entrara en la zona de su radar, todo ello con más voluntad que talento con el balón en los pies. Pero era lo que llegaba a la grada, el compromiso que antes, ahora y siempre exige la parroquia rojillo.

La puesta en escena se vio aderezada aquella tarde con el gol de la victoria (1-0) y la escena sublime, plasmada al día siguiente en las fotos de los periódicos, cuando oprime con una mano el cuello de Gallart defendiendo su espacio y su camiseta. Pocas veces una expulsión habrá sido tan aplaudida en El Sadar. La afición ya había elevado a Robinson a los altares. Y ahí siguió durante años, hasta que el tiempo y heridas incurables propiciaron un distanciamiento que nunca llegó a cerrarse del todo.

Crónica de un desencuentro

Robinson era un tipo cercano en el trato y directo en sus comentarios: todo lo opuesto al futbolista actual, distante y enmudecido. Le recuerdo atendiendo en calzoncillos a los periodistas en los vestuarios del estadio Carranza o abandonando Balaídos sin ocultar su enfado con el conformismo que habían mostrado sus compañeros durante el partido. Nunca ahorró en críticas en un vestuario que no levantaba la voz, menos aún de puertas a fuera. Su actitud no era del agrado de los dirigentes del club mientras algunos de sus compañeros miraban con indisimulado recelo las simpatías que despertaba entre la afición; no entendían, ni los más veteranos ni la gente de la cantera, que un recién llegado gozara de tantos predicamentos cuando otros llevaban años partiéndose el pecho por el equipo y no disfrutaban ni de la popularidad ni de similar reconocimiento.

Robinson, que lo vivía todo con intensidad, conectaba con la gente de Pamplona, dentro y fuera del campo... Y se molestaba sin disimulo cuando escuchaba repetido el latiguillo de "el modesto Osasuna".

Y no se mordía la lengua. La primera discrepancia con el club tuvo como marco una lesión de rotura de ligamentos cruzados de la rodilla derecha que en su opinión fue mal tratada por el cirujano del club. Lo cierto es que nunca se repuso al cien por cien de aquella intervención; desde el club se dijo que ya la traía lastimada cuando fichó por Osasuna, que era una rodilla inestable, pues había sufrido dos intervenciones anteriores. Una nueva lesión, le acabaría empujando a abandonar el fútbol. Era febrero de 1989 y tenía 30 años. Nunca 69 partidos y 16 goles dejaron tanta huella.

El segundo desencuentro, y el más grave porque dinamitó las relaciones y reventó los sentimientos, tuvo que ver con la actuación del exárbitro Daniel Zariquiegui, cuando impidió que el hijo de Robinson -Liam, que entonces tenía 7 años- accediera al terreno de juego para fotografiarse con Osasuna. El disgusto fue mayúsculo y Robinson nunca lo olvidó, como puso de manifiesto hace dos años en una entrevista con Risto Meijide. Ni siquiera el bienintencionado intento de Javier Miranda al imponerle la insignia de oro y brillantes del club en el año 2000 había llegado a suturar aquella herida que supuraba en forma de contadas menciones en público a su exequipo (mostraba más cercanía al Cádiz, del que fue consejero), algo que ya no pasaba desapercibido para los aficionados rojillos.

El tercer capítulo que provocó antipatías (y hasta una cascada de amenazas e insultos en redes sociales) fueron sus comentarios durante un partido contra el Atlético de Madrid y una posterior entrevista en este periódico en noviembre de 2010 en la que analizaba en profundidad el contexto de Osasuna. Aquella charla dejó frases como las siguientes: "Osasuna es un club grande con un conformismo enfermizo", "Fui maltratado por Osasuna, pero hay que ser mezquino para pensar que guardo rencor", "Nunca seré indiferente a Osasuna porque me produce frustración, alegría y tristeza".

Habían pasado veinte años desde su retirada; Michael Robinson manejaba viejos estereotipos del mandato de Fermín Ezcurra, nada de acuerdo con los nuevos tiempos. Pero en el fondo de sus reflexiones latía una certeza para quien le escuchaba: Osasuna había sido algo importante en su vida, una camiseta de la que ni podía ni, creo yo, se quería despegar. El amor de un inconformista.