Lo que hoy es uno de los epicentros del ocio barcelonés fue el escenario hace 100 años de una de las mayores conquistas sociales de la clase obrera en España. El parque de las tres chimeneas, ubicado en el Paral·lel de Barcelona, entre salas de fiesta, icónicos cabarets y teatros, acogió en su día la fábrica conocida popularmente como La Canadiense. Un pequeño conflicto laboral iniciado por el despido de ocho oficinistas que terminó con más de 3.000 detenidos, 44 días de huelga, los militares tomando una Barcelona a oscuras y el conde de Romanones, entonces presidente del Gobierno, firmando un decreto que convertía a España en el primer país europeo que aprobaba por decreto la jornada laboral de ocho horas.

A las cuatro de la tarde del 5 de febrero de 1919 Barcelona se quedó sin luz al comenzar la huelga -convocada en solidaridad con los empleados expulsados tras quejarse por una rebaja de 25 pesetas en su sueldo- contra la eléctrica Riegos y Fuerzas del Ebro, cuyo principal accionista era el Canadian Bank of Commerce of Toronto. La protesta se fue contagiando y a los pocos días tuvo un respaldo de cerca del 70% de toda Cataluña. Hasta los faroleros de la ciudad se sumaron al paro, dejando la tarea de encender el alumbrado público -que entonces funcionaba con gas- en manos de los soldados. Los paros en todos los suministros derivaron en detenciones masivas, una declaración de estado de guerra y el inicio de la reacción paramilitar de la patronal. El temor a que la protesta prendiera en todo el país fue lo que llevó al Gobierno a sacar adelante el Decreto de la jornada de ocho horas, que firmó Alfonso XIII.

Pese a que su cúpula estaba presa tras la campaña policial contra las manifestaciones nacionalistas favorables al proyecto del Estatut d’Autonomia, jugó un papel determinante en la expansión de la huelga la CNT, que vivía en esos años “el momento estelar de su desarrollo”, en palabras de Antonio Rivera, profesor de Historia de la Universidad del País Vasco.

El sindicato anarquista había multiplicado por cuatro sus afiliados entre junio y diciembre de 1918 hasta alcanzar los casi 350.000. Su capacidad de presión era tal que hasta su sectorial de Artes Gráficas implantó durante la huelga la llamada “censura roja”: se negaban a imprimir noticias contrarias a la movilización obrera.

El director gerente de La Canadiense, Fraser Lawton, llegó a amenazar a principios de marzo con despedir a todos sus empleados si no volvían al trabajo. Muy pocos se presentaron. Se llegó a decretar el estado de guerra y miles de huelguistas movilizados para volver a sus puestos se negaron a hacerlo y fueron encarcelados.

Readmisión de todo el personal, aumento de sueldo, compromiso de no represaliar a nadie... Y jornada de ocho horas. Estas fueron las demandas que asumió la dirección. Sin embargo, para que la nueva jornada laboral tomara forma de decreto para todos los trabajadores hubo que esperar dos semanas más, hasta principios de abril, y asistir a una nueva oleada de paros en la capital catalana, esta vez con una patronal mucho más organizada y con su propia policía: el llamado somatén, 10.000 hombres armados con fusiles que perseguían a los sindicalistas.

El problema es que, en la práctica, la patronal no cumplió con sus promesas, con lo que el 24 de marzo se llamó de nuevo -y esta vez, oficialmente- a la huelga general.

primer país Si bien es cierto que España fue el primer país en establecer en una ley universal aplicada a todos los sectores la jornada de ocho horas, existieron precedentes legislativos e iniciativas en diferentes países. El origen, no obstante, se encuentra en la Revolución Industrial, que cambió el mundo para siempre e introdujo la mano de obra de fábrica en muchos países desarrollados, con duras jornadas de 10 a 17 horas, e incluso de sol a sol, seis días a la semana.

En 1810 Robert Owen presentó las 10 horas en al jornada laboral en sus fábricas de New Lanark, Escocia. Por aquel entonces, trabajar 10 horas diarias era considerado todo un privilegio. No contento con una jornada de 10 horas, Owen fue un paso más allá en la reducción de la jornada e implementó la de 8 horas.

El industrial galés defendía que el día debía dividirse en tres partes, con los trabajadores disponiendo del mismo tiempo para ellos y para dormir como lo hacían para el trabajo. De hecho, se hizo popular acuñando la frase: “Ocho horas de trabajo, ocho horas de recreo, ocho horas de descanso”.

Durante los siguientes años, los trabajadores de todo el mundo tomaron nota de los movimientos de Owen. En 1847, por ejemplo, las mujeres y los niños en todo el Reino Unido se les concedió la jornada laboral de diez horas. En 1848, los trabajadores franceses ganaron la de 12 horas.

Un día laboral más corto y mejores condiciones de trabajo fueron parte de las protestas generales y la agitación por las reformas de la época y, sobre todo, con la aparición temprana de los sindicatos. Durante las siguientes décadas, los trabajadores continuaron realizando huelgas, exigiendo horarios de trabajo más cortos y poco a poco las cosas comenzaron a mejorar.

En cualquier caso, hasta 1905 las industrias no comenzaron a implementar el día de trabajo de ocho horas por su cuenta. Curiosamente, uno de las primeras en hacerlo fue Ford Motor Company, en 1914, que no solo redujo la jornada estándar a ocho horas, sino que también duplicó el salario de sus trabajadores. Para sorpresa de muchas industrias, la medida resultó un éxito de productividad. Esto motivó a otras empresas a adoptar el día laboral de ocho horas como estándar.

En 1930, Keynes profetizó que a principios del siglo XXI viviríamos en una sociedad de ocio y abundancia en la que no trabajaríamos más de 15 horas semanales. Hoy en día, en la mayor parte de los países desarrollados se trabaja unas 40. Y lo que es peor, en los últimos 70 años el tiempo medio de trabajo apenas se ha recortado en dos horas. El año pasado la neozelandesa Perpetual Guardian, una compañía con 250 empleados, experimentó por primera vez con la semana laboral de cuatro días, con el mismo salario. Y el fenómeno de la Ford se volvió a repetir: la conciliación de los trabajadores mejoró, aumentó su energía y creatividad y, sobre todo, creció su eficacia. Para el dueño de la empresa, la experiencia fue un “éxito absoluto” y para la OIT, el modelo hacia el que caminamos. - D.N.