Madrid se dispone a bajar de nuevo sus impuestos. Ya es la comunidad autónoma con los tipos más reducidos en numerosos tributos, acaba de solicitar al Estado mil millones de euros al considerarse escasamente financiada y su nueva presidenta, mientras proclama “tolerancia cero contra la corrupción”, ha anunciado que profundizará en las políticas liberales que el Partido Popular ha aplicado en este territorio durante las últimas décadas.

Podría pensarse que la decisión de Isabel Díaz Ayuso, que prevé bajar medio punto todos los tramos de la tarifa autonómica del impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF) y plantea importantes ayudas a la compra de una vivienda, no afecta a Navarra. Pero lo hace. Porque Madrid aprovecha el efecto de la capitalidad para concentrar recursos políticos y económicos que le permiten elevar su recaudación: en ningún otro lugar existe la misma concentración de salarios elevados y sedes centrales de grandes compañías. Y al mismo tiempo, sin haber comenzado a reducir una deuda que supera los 33.270 millones de euros aplica rebajas fiscales que se suman a las ya existentes y que benefician, sobre todo, a una minoría muy acaudalada y todavía más influyente. En la práctica, ha dejado sin efecto dos impuestos (Sucesiones y Patrimonio) que gravan con mucha mayor intensidad a los grandes patrimonios y que deberían contar con un mínimo estatal razonable. Todo ello ha convertido a la capital en un imán no tanto para inversores, como para los contribuyentes con mayores rentas.

El nuevo recorte, que dibuja ya un verdadero y castizo dumping fiscal al resto de territorios, ha encontrado respuesta comprensible en comunidades del régimen común gobernadas por los socialistas. Y cuenta por el contrario con el apoyo de Ciudadanos, uno de los partidos que más ha criticado, en la mayor parte de las ocasiones desde el desconocimiento, la supuesta insolidaridad del régimen foral de Navarra, comunidad que contribuye al fondo común en función de su renta, más elevada, y no de su población, como algunas voces entienden que le correspondería.

En la última legislatura, Navarra ha demostrado ser especialmente responsable en materia fiscal. El anterior consejero, Mikel Aranburu, se ha comportado como un técnico impecable que ha dignificado la política a su paso y en su última entrevista recordaba que, si se quiere un sistema público de calidad, es necesario que este sea solvente. Lo contrario, bajar o eliminar impuestos alegremente como hizo UPN en Navarra cuando suprimió el Impuesto del Patrimonio, solo es garantía de un mayor endeudamiento que suele anticipar recortes futuros más duros.

La nueva consejera de Economía y Hacienda recibe unas finanzas públicas sin tensiones de liquidez, con una recaudación que crece de forma natural una vez consolidados los retoques fiscales -llamar reforma a lo que se hizo resulta exagerado- de la pasada legislatura. Haría bien en no desviarse en exceso de este camino, sobre todo cuando la inercia del ciclo económico emite señales de agotamiento y la deuda apenas ha comenzado a reducirse.

Las decisiones que tome en matera fiscal marcarán así en cierta medida el rumbo ideológico del nuevo Gobierno, que sigue teniendo en la lucha eficaz contra el fraude un reto permanente. La plantilla de Hacienda es escasa. Tanto si se compara con la de otros países como si se analiza la capacidad recaudatoria del sistema tributario foral. Con unos tipos similares a los europeos, los ingresos son muy inferiores a los de Francia o Alemania. Y esto responde fundamentalmente a dos motivos: los beneficios fiscales a familias y empresas son más generosos y la bolsa de fraude, que se combate además con menos personal que en otros países, es muy superior. Las recetas parece claras. Aplicarlas es cuestión de voluntad, pero también de acuerdos y de mucha pedagogía sobre la necesidad de defender lo público. Justo lo que buena parte de la izquierda ha dejado de hacer.