No somos los más grandes, más bien al contrario, ni los más ricos, aunque no nos podamos quejar, o los más dinámicos, porque otros han crecido más y mejor que nosotros en los últimos años. Pero en Navarra hemos avanzado. Somos, ademas, una sociedad clasemediera y cohesionada, algo de lo que sentirse orgulloso, con bajos índices de exclusión y de pobreza, con niveles razonables de empleo y donde los servicios públicos tratan de resistir a una ofensiva de largo aliento, en la que no faltan las maniobras de distracción: póngase usted una mascarilla en la calle, que de reforzar en serio la sanidad, mejorar la atención primaria y reducir las listas de espera ya hablaremos en otro momento. Y mientras tanto, por cierto, búsquese un médico privado.

El estrés sanitario no es, sin embargo, el único síntoma de algo más profundo y a veces oculto, una desigualdad que ya ha fracturado otras sociedades, con consecuencias políticas de sobra conocidas, y que Navarra aún está a tiempo de corregir. Pero se multiplican las señales que dibujan no solo una economía a dos velocidades -empresas nativas digitales que ganan mercado mientras las tradicionales afrontan una reconversión dolorosa o su extinción-; también una sociedad algo más desigual y desequilibrada.

Lo vemos en los salarios, que han dejado de ser una garantía de prosperidad para decenas de miles de personas, especialmente jóvenes y personas con una menor preparación, o con una formación que no se ajusta a lo que requiere el mercado. Lo analiza la escuela de negocios EADA: el sueldo medio de un trabajador raso se ha estancado o retrocedido desde 2015. Por el contrario, el salario medio de un directivo navarro ha crecido en el mismo tiempo un 10%. Más pruebas, esta vez generacionales: un joven de 25 años cobra hoy hasta 2.000 euros menos al año que quien tenía esa misma edad hace 15 años.

Capados y desligados del IPC, los salarios merman y se resiente la movilidad social, tal y como advierte el Observatorio de la Realidad Social de Navarra en uno de sus últimos informes. Casi nadie deja de ser rico y salir de pobre se vuelve cada vez más complicado; al mismo tiempo, señala el mismo estudio, resulta más probable despeñarse desde las capas menos favorecidas de la clase media que escalar hacia un mayor desahogo.

Las dos velocidades se aprecian también en la vivienda, un derecho de esos que solo figura en el papel. Convertido en una inversión refugio para sortear años de bajos intereses bancarios, el ladrillo mantiene su atractivo entre las rentas más elevadas. Promociones como la de Salesianos en Pamplona, inaccesible para las rentas medias, se venden sin dificultad. También Lezkairu, donde la ayuda familiar ha permitido a cientos de jóvenes acceder a lo que con sus propios sueldos nunca habrían logrado. Al mismo tiempo, los registros del Gobierno de Navarra, con su creciente bolsa de demandantes de vivienda social, prueban las dificultades amplias capas de la población para acceder a un piso. Es el escenario ideal para una nueva generación de rentistas.

2022 es un buen momento para afrontar estos desafíos. La ayuda europea debería suplir nuestra insuficiente capacidad inversora y ayudar a transformar el tejido productivo, empezando por la automoción. Pero nada de ello servirá a largo plazo si no se mejora el sistema educativo, sobre el que el informe PISA lanzó hace unas semanas un aviso muy serio: el deterioro en la comprensión lectora resulta ya indiscutible y la brecha entre la educación concertada y la pública, sobre todo en los núcleos urbanos más importantes, es un problema de primera magnitud al que apenas se presta atención. No parece que implantar la jornada continua en los colegios públicos, un asunto al parecer de la máxima urgencia, vaya a contribuir a solventarlo.