No hay nada más tierno que escuchar las historias de las personas mayores que recuerdan que –en sus tiempos, donde se impuso la carencia, el hambre y la desgracia– sus casas respiraban frío por las rendijas de las puertas y ventanas y el vaho se convertía en un compañero de sobremesa durante el invierno; por cierto, antes mucho más fríos que los de ahora debido al cambio climático. En los pueblos, la cocina económica se convirtió en el centro de la vida: un altar de hierro que daba calor, cocinaba el guiso y reunía a todos en torno a su pequeño resplandor. Más que un electrodoméstico, era una hoguera doméstica. Por el contrario, en las ciudades, el brasero reinaba bajo la mesa camilla y el calor –como tantas otras cosas– se repartía con jerarquía. Calentar era, además de un arte, un privilegio para unos pocos.
En aquel entonces, el calor era un bien escaso y, por eso mismo, un símbolo de abrigo emocional. A su alrededor se tejían historias, meriendas y silencios. No había radiadores ni termostatos, pero sí una conciencia física del invierno que hoy, entre plumas sintéticas y calefacciones programables, se ha perdido. A medida que las décadas avanzaron y el país despertaba de su letargo rural, el fuego empezó a esconderse. Primero, llegó el gas, luego el gasóleo y, finalmente, el gas natural. Es decir, combustibles invisibles, silenciosos y casi abstractos que ya no requerían de esfuerzos, sino de un giro de muñeca.
Descubrimiento del fuego
No obstante, para llegar hasta ese punto habría que orientarse hacia los orígenes más primitivos. Fruto de la evolución del ser humano y de su intento de adaptación al medio, se produce el descubrimiento del fuego hace unos 790.000 años. Esto constituyó uno de los grandes hitos históricos y un paso fundamental para el desarrollo de aquellas sociedades prehistóricas, ya que les permitió alimentarse mejor y protegerse frente a las bajas temperaturas. Ese fuego lo utilizaron como sistema de iluminación y fuente de calor. Fue el primer paso hacia los actuales sistemas de calefacción, una de las mayores comodidades de la historia y una de las necesidades básicas del ser humano.
Con todo, uno de los siguientes avances significativos fueron los sistemas de calefacción de suelo –hipocausto–, inventados por el romano Cayo Sergio Orata, que se utilizaban sobre todo en las termas del Imperio Romano. El funcionamiento era sencillo, pero efectivo: un horno exterior producía aire caliente y lo trasladaba a través de canalizaciones bajo el suelo. Este principio se considera el origen de la calefacción central o indirecta. Aunque algunos atribuyen el invento a la Antigua Grecia, la mayoría de los historiadores sitúan el hipocausto romano como una de las grandes revoluciones en la historia de la calefacción.
De la Edad Media en adelante
Gloria era el nombre que recibió una calefacción que empleaba paja como combustible. Una vez que ardía, el calor circulaba por la casa gracias a canales subterráneos que partían de la entrada del hogar –también llamada gloria– hasta la chimenea.
No obstante, uno de los mayores inventos de la historia de la calefacción se remonta al siglo XVIII y los inicios de la Revolución Industrial: la estufa de leña, cuyo sistema se asemeja mucho al de las actuales. El fuego del interior y su sistema de regulación del calor permitían calentar las viviendas de forma controlada.
Posteriormente, en 1744, Benjamin Franklin inventó un diseño mejorado conocido como la estufa Franklin, mucho más eficiente. Las estufas eran menos derrochadoras que las chimeneas, ya que el calor se retenía en las paredes del aparato y calentaba el aire interior en lugar de escaparse por el conducto.
No fue hasta principios del siglo XIX cuando se inventó el radiador, el calentador térmico y resurgió la calefacción central. Durante ese siglo se popularizó el uso de calderas y radiadores de vapor de agua caliente en los hogares, algo mucho más cercano a las historias que cuentan las generaciones mayores. A finales de siglo, se empezó a comercializar un horno de acero de bajo coste que empleaba radiadores de hierro fundido, marcando el inicio de una era más confortable.
En el siglo XX, concretamente en 1919, Alice Parker inventó un sistema de calefacción central por corrientes de convección, capaz de llevar el calor a través de conductos internos en los edificios. Veinte años después, con la llegada de la electricidad y el calor eléctrico, el aire caliente llegaba a los hogares en cuestión de minutos, aunque no todos podían permitírselo.
Tras décadas utilizando calderas, hornos de petróleo, fueloil, gasóleo y propano, se dio paso al gas natural y al uso generalizado de la electricidad. Hoy en día predominan sistemas de calefacción sostenibles como las bombas de calor, los radiadores eléctricos, las calderas de biomasa y las instalaciones de aerotermia.
De esta forma, el siglo XXI trajo consigo una nueva forma de entender la energía. Ya no basta con tenerla: hay que saber de dónde viene. El fuego, aunque domesticado por la tecnología, sigue siendo el mismo deseo ancestral: refugiarse del frío y sentirse a salvo.
Lo que ha cambiado es la conciencia energética. Hoy, el calor no se mide en comodidad, sino en responsabilidad. Ya no basta con encender la caldera: hay que entenderla como parte de un equilibrio mayor. Quizá dentro de unas décadas, cuando los hogares se calienten con energía solar o redes térmicas invisibles, alguien recuerde con extrañeza que hubo un tiempo en que calentar era un lujo y que la chispa tenía un precio. Entonces, el fuego seguirá siendo metáfora y memoria.
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