SE ha celebrado como una gran victoria de la batalla por la descarbonización que, hace unos días, el Parlamento europeo votara a favor de la prohibición de vender vehículos nuevos de combustión a partir de 2035. Perdonen que venga a pinchar el globo chachipiruli, pero no hace falta ser un experto en el percal de la automoción para saber con escaso lugar a dudas que volvemos a estar ante un voluntarista e imposible de cumplir brindis al sol. Ni con un arreón tecnológico del recopón será posible que dentro de doce años -apenas pasado mañana- se esté ni remotamente en condiciones de conseguir que se haga realidad lo prometido. Cualquiera que no se engañe en el solitario sabe que ahora mismo los muy meritorios vehículos eléctricos están en una fase prácticamente embrionaria. Puede que cumplan su misión para un uso particular no muy exigente o, con mil y un cautelas, para el servicio público de transporte de viajeros.

Por desgracia, sin embargo, no hemos pasado de la fase de las buenas intenciones. Faltan las condiciones objetivas para la generalización en un plazo corto de lo que todavía no pasa de un experimento. Ya no es solo que estemos lejos de una red de recarga mínimamente eficiente. Con los números en las mano, resulta que nos queda mucho para tener garantizado el suministro de las baterías eléctricas necesarias. Todo eso, sin contar que no es precisamente un proceso limpio ni barato la extracción de los minerales -litio, níquel o cobalto- que alimentan los acumuladores. Resumiendo, que las buenísimas intenciones (no exentas de demagogia facilona) acabarán despeñadas contra los hechos Así de triste.