Tienen permiso para saltarse estas líneas. ¿A quién carallo le importa, verdad, a estas alturas del tercer milenio, Nagorno Karabaj? Menos, ahora, que nos hemos dado de morros con una guerra de verdad (no un escarceo) entre Israel y Palestina, que apunta a tremenda sangría. Al lado, lo de la república armenia en descomposición en territorio administrativo de Azerbaiyán suena viejuno de narices, casi a chiste procaz de Arévalo o el vomitivo señor Barragán. “Jajajá, cómo me gustaría verte el Nagorno Karabaj”, le escuché un día en la tele pública española al fulano sobre el que hoy las plataformas audiovisuales casposas hispanistaníes hacen sentidos documentales, como al otro rey de la caspa que atendía por Marianico el corto, y representa una bazofia que demuestra que #Metoo o el más castizo #SeAcabó andan muy tarde.

Pero eso es anécdota al lado de la realidad que me tocó contar a miles de kilómetros en los años 90, cuando hacía mi meritoriaje como plumilla y uno de mis primeros destinos fue la sección de internacional de cierta emisora de radio. Sin saber muy bien quiénes eran los buenos y los malos, cada día daba cuenta de los enfrentamientos en aquella porción de tierra de mayoría armenia en territorio adscrito a la república con capital en Bakú. Después de años y gracias a un acuerdo de paz que se ha demostrado una filfa, llegó el olvido… hasta hace apenas un mes, cuando el ejército de Azerbaiyán entró a sangre y fuego en el enclave. En una semana, la autoproclamada república se disolvió y sus 120.000 habitantes huyeron sin merecer casi atención informativa. Sigo sin digerirlo.