Me maravilla lo que sabemos todos de criaturas adoptadas en Rusia y madres catequistas, afiliadas al PP y celadoras en el hospital de Cruces.

En poco más de 24 horas desde que trascendiera el brutal asesinato en Castro Urdiales de una mujer de 48 años a manos, según todos los indicios, de sus dos hijos adoptivos menores de edad, el consumidor medio de morbo al peso se pudo dar un festín a base de datos ciertos, testimonios jugosos de allegados a la víctima y a los presuntos victimarios y hasta declaraciones de cargos públicos, desde la alcaldesa de la localidad cántabra al ministro español del Interior.

A través de esas palabras de aluvión, lo mismo nos encontramos ante una abnegada y dulce madre que frente a una despiadada progenitora que trataba a los dos chavales a golpe de látigo e insulto recurrente.

Incoherencias

Siempre he defendido y seguiré defendiendo el género de sucesos como uno de los grandes bastiones del periodismo. Nadie duda del interés legítimo en conocer los hechos truculentos acaecidos en una localidad que, por demás, los vizcainos consideramos una prolongación casi natural de nuestro terruño.

Pero siento decir que, una vez más, me sobra información, o presunta información. Y así, me asombra que haya pretendidos expertos que se tiren a la piscina para sentar cátedra sobre cuestiones respecto a las que apenas hay conjeturas.

Da para una tesina de ciencias de la comunicación (o como diantre se llame ahora la cosa esta de contar cosas a la gente) que en los primeros botes informativos nos hablaran de una familia completamente normal y unos chicos en absoluto conflictivos para, acto seguido, contarnos que el domicilio en que se produjo el asesinato de la mujer era poco menos que una casa de los horrores para los dos chavales que, según las últimas crónicas, han confesado que, en un arrebato, acabaron con la vida de la persona que, después de haberlos acogido en su hogar, durante años los trató como una piltrafa.

Me declaro incompetente para pontificar sobre unos hechos que solo me producen dolor, estupor, y una sensación de impotencia infinita. Debo de ser el único.