Cuando se anunciaron las últimas subidas del salario mínimo interprofesional -y, especialmente, la que supuso saltar la barrera psicológica de los mil euros-, los profetas del apocalipsis vaticinaron que habría una torrentera de cierres de empresas y un crecimiento estratosférico del paro. Los hechos contantes y sonantes certifican que no ocurrió lo primero y, mucho menos, lo segundo; al contrario, el desempleo ha ido bajando, incluso en un contexto macroeconómico endiablado de narices. No niego que habrá habido algunos negocios que han tenido que echar la persiana porque no podían pagar a sus empleados equis euros más al mes. Pero me inclino a pensar que lo que demuestra esa circunstancia es que la viabilidad de tales negocios se basaba en la precariedad.

Compruebo, con media sonrisa cínica, que el rasgado ritual de vestiduras se repite cuando hemos conocido que el supuesto punto estrella del tan pomposo como inconsistente acuerdo de gobierno entre PSOE y Sumar es la reducción en media hora diaria de la jornada laboral. Los Nostradamus de corps vuelven a salir con los ojos fuera de las órbitas a pronosticar la hecatombe que provocará la medida. ¿Y hay para tanto? Ni siquiera puedo afirmar que el tiempo lo dirá porque, aparte de que ese ejecutivo progresista de coalición está hoy lejos de ser realidad, la promesa va en cómodos fascículos y no se concretaría hasta dentro de unos años. En todo caso, sí tenemos claro que, como lo del SMI, no afectaría a todas las empresas ni a todos los currelas por igual. Ya les digo yo que no es lo mismo tener nómina pública o de una compañía de postín que trabajar en un taller, una fábrica pequeñaja o un comercio que vive al día. No hablemos ya de un autónomo que, por definición, no tiene horarios. Vamos, que hay jornadas laborales y jornadas laborales...