Pamplona
hay una Maider serena y de hablar tranquilo que se gana la vida en su caserío en Olaeta, una aldea rural perteneciente al municipio alavés de Aramaio. Fiel al estilo tradicional, en familia, esta mujer mata las horas matinales entre cabras y quesos, productos lácteos Artzai Gazta, bajo la denominación de origen Idiazabal, que elabora y cura con sus propias manos. Y existe otra Maider tenaz y ambiciosa que, ya por la tarde, conduce durante media hora por una carretera que le lleva hasta su gimnasio en Gasteiz. Es entonces cuando se viste con su ropa de lucha y machaca su cuerpo sin piedad ni descanso, porque había una medalla olímpica en juego. Sin embargo, una vez que el bronce ya lleva su nombre, Unda quiere eliminar el trecho que separa sus dos personalidades y unificar las mitades, porque entre las dos Maider tan solo hay un tapiz de distancia.
Superado el objetivo de entrar en la historia de la lucha libre estatal, la atleta vasca tiene ahora metas más altas y complicadas: conseguir estabilidad, recuperar las noches con sus amigos y acabar con la monotonía de las competiciones de élite. Su fuerte voz torna delicada pero decidida cuando habla de formar una familia. Con 35 primaveras, todo hace pensar que la de ayer fue su última actuación olímpica, ya son muchos años ligada al deporte de alto rendimiento y, aunque la propia Unda admite que "disfruto sobre todo cuando compito", siente que es hora de parar.
Todo comenzó cuando una preguntona niña de 9 años entró en una clase de Otxandio, movida por la curiosidad, y se encontró con el sambo, un deporte que combina el combate con la defensa propia, entre el judo y la lucha. "Estaba en el colegio y allí daban sambo. Entonces no lo decidí, pero luego me gustó, tus amigos siguen y tú también", explicó antes de partir hacia Londres. En tan solo dos temporadas, la pequeña Unda ya quedó prendada de esta disciplina, pero las pocas alternativas que le ofrecía en el futuro cercano le alejaron de su primera pasión. Así terminó en la lucha libre olímpica, siempre rodeada de niños y hombres, entre los que estuvo el exrojiblanco Koikili Lertxundi: "Era la única chica, pero no me importaba entonces ni me importa ahora", reconoció. Y es que enfrentarse a ellos le sirvió para crecer y mejorar ya que eso, junto a sus 1,77 metros de altura, le ayudó a desarrollar su capacidad de superación y la fuerza, su mejores armas sobre el tapiz.
Cuando tuvo la madurez de escoger carrera, la luchadora alavesa estudió electrónica, una licenciatura que le abría un nuevo mundo de posibilidades, aunque Unda decidiera declinarlas todas. Su vida estaba en Olaeta, con la lucha, por lo que tras la jubilación de sus aitas no dudó en proseguir junto a su hermana con el negocio familiar de elaboración de quesos. Es más, en cuanto se le presentó la oportunidad de entrenar en casa, la luchadora ni se lo pensó, hizo las maletas y se despidió de Madrid. La medallista olímpica escogió despertar todas las mañanas al alba, abrir las ventanas de su caserío y dar los buenos días a las 300 ovejas latxas que ya le esperan en el verde prado. Una vida que, tras cumplir su sueño olímpico, quiere volver a recuperar, aunque para ello deba dejar un poco de lado la lucha.