No es fácil hablar por boca de quien lleva 20 años muerto. Asesinado por tratar de aflojar la soga al cuello de las mayorías oprimidas de El Salvador. Pero si algo tienen claro quienes conocen la vida y obra de Ignacio Ellacuría es que, de poder resucitar en pleno siglo XXI, el jesuita vasco volvería a anteponer su compromiso al riesgo y echaría un sermón a ese sector de la Iglesia, anclado en el pasado, que está más preocupado por defender lo propio que los derechos humanos.
Nació en 1930, cuando por Portugalete (Vizcaya) apenas circulaban 20 automóviles. Entonces la villa, recuerda su hermano José Ellacuría, "era el epicentro de las turbulencias sociales en el País Vasco. Allí nació La Pasionaria, llegaba la mano de obra de otras regiones, estaba la burguesía vasca... Nuestra familia era de clase media, acomodada, culta, muy religiosa. Mi padre era médico oftalmólogo", detalla, convencido de que "la vida familiar marca la tendencia de una persona de darse a los demás o encerrarse en sí mismo".
A Ignacio la Guerra Civil española le partió la infancia en dos. "Con seis años vivió los bombardeos, las carreras a los refugios, las personas huyendo en barcos, la artillería de los nacionales...", relata José, también jesuita. "Cuando sonaban las sirenas -revive como si las oyera-, dormíamos en el bar de abajo y mi padre, que se tenía que ocultar, nos visitaba al anochecer", remata.
Medio siglo después, paradojas de la vida, era su hijo Ignacio el que recibía, en la Universidad Centroamericana (UCA) de El Salvador la misma advertencia. "Una vez que estaba dando una clase, un hombre le avisó: Vengo de la embajada americana para decirle que se marche cuanto antes, porque le están buscando ahora para matarle. Dejó la clase y se fue a su oficina porque estaba más recogida". De madrugada, el lunes hizo 20 años, Ignacio fue asesinado por soldados del batallón Atlacatl en la residencia de la Universidad, junto con otros cinco jesuitas, una colaboradora y su hija de quince años.
Silenciado a balazos para que dejara de denunciar injusticias, su mensaje pervive 20 años después. "Diez días antes de morir pronunció lo que podría ser su testamento. Dijo que esta sociedad está enferma y que hay que revertir la historia y lanzarla en otra dirección, que no es la civilización del capital, sino del trabajo y pobreza", le presta voz su hermano.
Nada más estallar la guerra civil en El Salvador, Ignacio tuvo claro que "si no era por el diálogo, no se podría solucionar el problema". El defensor de la palabra no llegó a verlos, pero bien se habría merecido una dedicatoria en los posteriores acuerdos de paz. Lo que sí vio y censuró en vida es la utilización de las universidades salvadoreñas como sede de partidos políticos o reuniones clandestinas. "Los universitarios de la UCA hicieron una huelga. Ignacio les dijo: Otros tendrán otros medios para resolver los problemas de la sociedad, pero nosotros tenemos que hacerlo universitariamente, a base de estudios científicos sobre la realidad nacional e invitando a las diferentes partes a construir el país. Quemar contenedores, destruir propiedades o insultar no son medios universitarios", señala su hermano.
REALISTA y ABIERTO A LA CIENCIA
"Inteligencia que libera pueblos"
Nicolás Mariscal conoció a Ignacio a mediados de los 60, jugando al fútbol en Madrid. "Ambos estábamos en la Universidad Complutense", se retrotrae a su juventud este profesor emérito de la Universidad de Deusto. Años después, sus vidas se cruzarían de nuevo en El Salvador, donde este jesuita ejerció como docente hasta 1984. "El día de su muerte estaba en el Colegio Mayor de Deusto cuando alguien llamó diciendo que habían asesinado a unos jesuitas. Fue un golpe tremendo, pero estaba dentro de lo previsible. En una situación de guerra civil larvada, de baja intensidad, pero muy cruel, en la que habían matado a decenas de miles de personas y, sobre todo, una vez que habían asesinado a Monseñor Romero, allí podía morir cualquiera", reconoce, y reitera que Ignacio lo sabía. "Algunas veces sí lo comentábamos, pero Ellacuría era un hombre tan enormemente comprometido... Era muy valiente".
Puesto a esbozar el perfil de Ellacuría con pinceladas de palabras, afirma que era "muy consecuente con sus ideas, muy exigente en su vida profesional, como rector, pero a la vez muy humano y cariñoso". Como intelectual, añade, "era un hombre que creía que el cultivo de la inteligencia aportaba algo fundamental a la liberación de los pueblos". De ahí su fe ciega en la labor universitaria. Con esa visión de futuro y su talante dialogante, no es difícil imaginárselo debatiendo hoy día sobre la investigación con células madre. "Estoy seguro de que no se aferraría a apriorismos. Intentaría explorar este reto. Ellacuría era un hombre abierto a la técnica, a la ciencia, al humanismo y al prójimo", resume quien fuera su compañero.
Comprometido con los pobres
"A pesar del riesgo no abandonó"
Afanado en preparar la conmemoración del 20º aniversario del asesinato de los mártires de El Salvador, el jesuita colombiano Javier Castillo reivindica desde Euskadi el esfuerzo que Ignacio y sus compañeros hicieron para "concienciar sobre la necesidad de cambiar la sociedad y poner la universidad al servicio de esa transformación".
Allá por los años 80, cuando intercedió entre la guerrilla y el Gobierno, Ignacio era consciente de que su vida estaba en juego. No obstante, daba por bueno el sacrificio. "Sabía que quedarse allí tenía un coste, pero su compromiso era más fuerte. No abandonó el barco cuando se estaba hundiendo", le ensalza.
Profundo conocedor del pensamiento de Ellacuría, José Sols recuerda que "fue uno de los fundadores del movimiento de la Teología de la liberación, según la cual en una sociedad en la que hay injusticias estructurales, con grandes desigualdades entre ricos y pobres, el mensaje liberador cristiano pasa por construir un mundo mejor". Partiendo de esa premisa, el director de la Cátedra Ética y Pensamiento Cristiano del Instituto Químico de Sarriá de la Universidad Ramon Llull se sumerge en un ejercicio de ciencia ficción y trata de vislumbrar cómo se sentiría el jesuita fallecido de poder analizar la situación actual de El Salvador. "Estaría moderadamente satisfecho, pero siguen quedando cosas con las que él estaría muy insatisfecho, como la enorme pobreza que todavía hay y la violencia", constata este estudioso.
Con cautela, Sols se adentra en los entresijos mentales de Ellacuría para aventurar qué opinaría de las protestas apoyadas por la Conferencia Episcopal contra la ley del aborto. "Él consideraba que la Iglesia tiene todo el derecho del mundo, como cualquier otra institución, a pronunciarse. Nadie le puede tapar la boca. En cambio, habría discrepado en que pretenda tener una sola voz. Criticaría a sectores de la Iglesia actual la falta de debate interno".
También cree que encontraría remedio a la falta de gancho de la Iglesia actual. "Él creía que la Iglesia tiene que adaptarse a los nuevos tiempos. Diría: Alejaos del pasado, que tampoco fue tan brillante, y centraos más en el siglo XXI, en los nuevos retos, en el mundo actual", predica, por boca de Sols, el mártir visionario al que intentaron, en vano, sellar los labios.
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