quien ve por primera vez Hiroshima descubre una ciudad extraña, que no termina de encajar con el vetusto prototipo de urbe japonesa repleta de templos milenarios ni con el modelo futurista de Tokio u Osaka. Para sus habitantes y para cualquier visitante es imposible escapar a la losa psicológica que supone la certeza de que la ciudad fue reinventada hace siete décadas. Hace exactamente 70 años que Hiroshima fue arrasada por la primera bomba atómica que la humanidad utilizó contra el prójimo. Hiroshima, como cada año en las ceremonias conmemorativas, paralizará hoy su pulso vital para implantar un silencio de tal magnitud como solo lo puede escenificar un pueblo como es el japonés, con un sentido tan exacerbado del respeto. Todo será poco para honrar a los fallecidos como consecuencia de aquel 6 de agosto de 1945 y a los hibakusha, los supervivientes.

El piloto Paul W. Tibbets manejaba orgulloso los mandos del bombardero Enola Gay. Había rebautizado él mismo la aeronave en honor a su madre, una amable señora que pasaba el verano en Illinois totalmente ajena a que su nombre pasaría a la historia por una de las mayores infamias de la humanidad. En la bodega del avión viajaba Little Boy, la primera bomba atómica que iba a ser detonada con el fin de aniquilar objetivos humanos. Los Estados Unidos cumplían así su amenaza tras negarse el país asiático a aceptar las condiciones para su rendición propuestas días antes en el ultimátum de Potsdam.

Tras seis horas de vuelo, a las 8.15 horas, la bomba de uranio fue arrojada sobre Hiroshima. Little Boy cayó en picado durante 43 segundos y detonó a 600 metros del suelo, tal y como estaba planeado. Al fisionarse solo el 1,7% del material fisible que portaba se alcanzó instantáneamente una temperatura de un millón de grados centígrados, incendiándose todo el aire que rodeaba a la bomba y creando una gran bola de fuego de 256 metros de diámetro. La explosión tuvo un impacto devastador en un radio de 1,6 kilómetros en el que todo fue destruido. Se incendiaron once kilómetros cuadrados de terreno en el corazón de la ciudad, lo que supuso el derrumbe del 69% de los edificios de la capital. Se estima que 70.000 personas murieron en el acto, pero el dato más aterrador llegó al hacer balance de todas las personas que fallecieron hasta finales de aquel año como consecuencia de la detonación: 140.000. Hiroshima, que en 1942 contaba con 419.000 habitantes, pasó a convertirse en un infierno en solo un segundo en el que se liberó el equivalente a 16 kilotones de TNT. Terminó 1945 con 137.197 habitantes.

Mientras el ejército norteamericano imponía la cruz al servicio distinguido a Paul Tibbets nada más descender del Enola Gay, en Hiroshima se vivían imágenes dantescas. Miles de personas deambulaban sin rumbo por la explanada de escombros en la que se había convertido la ciudad. Con la ropa hecha jirones y la piel fundida con los músculos, mendigaban agua para paliar su agonía. Las nubes generadas por el enorme hongo de humo que la bomba había dejado empezaron a soltar una lluvia negra. Los heridos, sedientos, no tardaron en beber de aquel líquido radiactivo que rubricó su sentencia de muerte.

Las autoridades niponas no conseguían contactar con Hiroshima y no terminaban de comprender qué era lo que había sucedido. Finalmente las fuerzas aliadas interceptaron un mensaje de Radio Tokio que resumía la escena: “Prácticamente todas las cosas vivas, humanos y animales, se quemaron hasta la muerte”.

nagasaki Sin tiempo a que el emperador japonés y sus consejeros militares asimilasen la magnitud de lo que había conseguido la nueva arma norteamericana, Nagasaki revivió la pesadilla tres días después al lanzar Estados Unidos una segunda bomba atómica, esta vez de plutonio. Con miles de cadáveres sin enterrar, otros tantos heridos y una nación psicológicamente hundida, el emperador Hirohito grabó un mensaje el 14 de agosto en el que anunciaba la rendición de Japón. A las puertas del 70º aniversario del bombardeo de Hiroshima, la Casa Imperial de Japón ha hecho pública una remasterización de aquel discurso del abatido Hirohito: “Es el inicio de una era de paz grandiosa para todas las generaciones venideras, aceptando lo inaceptable y soportando lo insoportable”.

Japón detuvo la gran maquinaria bélica para rehacer su vida bajo la vigilancia de los Estados Unidos, pero en Hiroshima y Nagasaki quedaron los hibakusha (en japonés, persona bombardeada), los supervivientes a las dos bombas. Ellos encarnaban la regeneración de Japón, pero, además de las importantes secuelas físicas que portaban, los hibakusha se convirtieron en un colectivo marginado socialmente. Cuando comenzaron a conocerse las consecuencias que la exposición a la radiación tuvo en su salud, nadie quiso casarse con ellos, relacionarse o incluso darles trabajo, algo que acentuó sus problemas psicológicos.

Se estima que hoy en día quedan cerca de 180.000 hibakusha, ya protegidos por el Gobierno con subvenciones y atenciones médicas especiales. Con una media de edad que supera los 80 años, los supervivientes a las bombas atómicas trabajan para difundir su testimonio y tratar de que no se diluya con ellos el recuerdo de lo sucedido en Hiroshima y Nagasaki. Temen que para las nuevas generaciones lo ocurrido aquel 6 de agosto se convierta en una difuminada historia del pasado que nada tiene que ver con los arsenales nucleares que duermen en los sótanos de las grandes potencias militares.

Keiko Ogura es una hibakusha. Tenía ocho años cuando jugaba a dos kilómetros y medio del lugar donde explotó la bomba y recuerda los gritos de la gente que pedía auxilio. Actualmente trabaja en el Museo de la Paz erigido en el lugar del desastre y, tal y como ha declarado a la agencia Efe, aunque todavía guarda rencor al Gobierno norteamericano, predomina en ella la responsabilidad de difundir su testimonio: “Tras el dolor y la rabia acumulada durante años llegué a la conclusión de que ser superviviente tenía que tener un significado. Y ahora lo tengo claro, se trata de contar al mundo de primera mano lo que pasó y convencer de que es esencial acabar con las armas nucleares”. Este aniversario no hace más que multiplicar su frustración y dolor porque “siguen muriendo niños en las guerras” y las armas nucleares no han desaparecido. “Nada ha cambiado”. Para que el testimonio de Ogura y del resto de hibakusha no quede en el olvido, en Hiroshima se ha puesto en marcha un proyecto que, desde 2002, posibilita que voluntarios de otras generaciones se conviertan en “herederos de los hibakusha” escuchando sus historias y difundiendo su legado.

alcaldes por la paz El Parque Memorial de la Paz de Hiroshima acoge todos los años un multitudinario acto de recuerdo en el que se profundiza en el mensaje de los supervivientes. Junto a la cúpula Genbaku, una de las pocas estructuras que se mantuvieron en pie tras la explosión, el alcalde Kazumi Matsui leyó el año pasado una declaración en la que resaltaba el trabajo de la Red de Alcaldes por la Paz que aúna a más de 6.000 localidades de todo el mundo: “Divulga los hechos del ataque atómico y el mensaje de Hiroshima. Hace hincapié en las consecuencias humanitarias de las armas nucleares buscando su prohibición. El objetivo es lograr su abolición para el año 2020”. También puso en primera línea la Declaración de Hiroshima redactada en abril de 2014, que hacía un llamamiento a los legisladores políticos de todo el mundo para que visiten Hiroshima y Nagasaki. “Si lo hacen, se convencerán de que las armas nucleares son un mal absoluto y que no debe permitirse su existencia”, declaró el alcalde, “por favor, dejen de usar la inhumana amenaza de este mal absoluto para defender a sus países”.

Este mensaje de Matsui va en consonancia con la tradición instaurada en el Consistorio de Hiroshima por la cual el alcalde de la ciudad envía siempre una misiva de protesta al presidente del país que realice alguna prueba de armamento nuclear. Huelga decir que estas iniciativas parecen caer en saco roto. Estados Unidos ha contado con doce presidentes desde que Harry Truman ordenase el lanzamiento de Little Boy y ninguno de ellos ha visitado nunca Hiroshima. Barack Obama, por ejemplo, no dudó en pisar las playas de Omaha en junio del año pasado para conmemorar el 70º aniversario del desembarco de Normandía. El comandante en jefe de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos no tuvo problemas en sacar pecho ante todo el planeta por aquella gesta heroica que supuso el principio del fin de la II Guerra Mundial en Europa, pero cuando las miradas se posan en Hiroshima no ocurre lo mismo. No hay nada honorable en aniquilar a 140.000 personas con una sola bomba arrojada desde 9.000 metros de altitud.