¡Quién te ha visto y quién te ve!, fue la primera impresión del discurso del “estado de la Unión”, que los presidentes norteamericanos pronuncian cada año con bombo y platillo ante las dos cámaras del Congreso, para del “estado de la Unión americana”, algo que los autores de la Constitución de 1787 consideraban necesario en una época sin televisiones, teléfonos móviles o aviones.

En vez de desaparecer con los nuevos medios de comunicación, la tradición se ha reforzado y este discurso lo sigue mucha gente, pero ni siquiera una mayoría de la población: este año, fueron 27 de los 340 millones de norteamericanos los que escucharon la hora larga de discurso, interrumpido cada minuto casi por los aplausos o las protestas.

Es casi el número más bajo de los últimos 30 años, menos de la mitad de quienes escucharon a Bill Clinton o a George Bush. Solo otro discurso tuvo menos audiencia: el de Biden hace dos años, con medio millón menos.

El discurso fue además un tributo a las artes médicas modernas: El presidente a quien hemos visto aquí y alrededor del mundo cómo se desorienta al caminar, se le entrecorta la voz y olvida lo que iba a decir a mitad de la frase, estaba transformado: ni murmullos, ni voz entrecortada, ni lentitud al hablar.

El octogenario presidente se volvió pugnaz, revitalizado y con una energía vocal y pulmonar que le permitió gritar durante más de una hora, lo que le permitió insultar a sus rivales políticos, condenar las equivocaciones de la oposición republicana, amonestar a los magistrados del Tribunal Supremo y advertir de los riesgos apocalípticos que esperan a Estados Unidos si una mayoría de la población comete el error de votar en favor de Donald Trump y devolverlo a la Casa Blanca.

El discurso estuvo fuera de lo común, porque no empezó hablando del estado de la unión americana, sino de la situación internacional, concretamente de Ucrania, aunque igual que en los demás mensajes de este tipo, no faltó la frase de “el estado de la Unión es bueno”, lo que naturalmente provocó tantos aplausos entre sus correligionarios como abucheos entre la oposición republicana.

La pugnacidad de Biden se explica en parte por la proximidad de las elecciones generales que, si bien no llegarán hasta dentro de ocho meses, han entrado ya en fase de preparación. Seguramente también porque era necesario aprovechar el inusitado vigor de que gozaba y que, posiblemente, su equipo médico no recomienda repetir con demasiada frecuencia. Tal vez desea conservar estas energías para la Convención Demócrata, que no será hasta agosto.

Como era de prever, la intervención de Biden ante el Congreso agradó a sus partidarios, especialmente los elementos más progresistas, pues ni su tono era conciliatorio ni sus propuestas moderadas, ni su lenguaje conciliador: subir los impuestos a empresarios y particulares “ricos”, acusar a estos ricos de cuanto aflige “al pueblo” y proteger, no solo a los pobres, sino a gentes que aquí –o en cualquier otro lugar– no sufren escasez: hasta los 400.000 dólares de ingresos anuales, nadie pagará más impuestos.

Es una buena estrategia, pues en este grupo se hallan muchos de los altos funcionarios, directivos de centros de investigación, personajes de medios informativos, que ya están anclados en las filas demócratas y a quienes no conviene perder.

Mucha de esta gente vive en el área de Washington, donde más del 90% vota en favor del Partido Demócrata y donde la renta per cápita ronda los 72.000 dólares, casi el doble del promedio nacional de 42.000.

Quienes esperaban que Biden tendiera una mano a la oposición quedaron sorprendidos, pero sus seguidores no cabían en sí de gozo. Entre los republicanos, en cambio, Biden tiene todavía pendiente la tarea de atraer a los moderados y otro tanto ocurre con aquellos demócratas tibios, o quienes se declaran “neutrales”.

Ni Trump ni Biden pueden ganar solamente con los elementos más fieles de su partido.