-Pardonnez moi, monsieur, pourriez-vous me dire où se trouve Paris?  

— Oui, continuez tout droit dans cette direction.

Y es que escuchando la Les feuilles mortes de Yves Montand, los caminos de la libertad no tienen pérdida, pues conducen ineludiblemente a París, a sus agitados Campos Elíseos, al Barrio Latino o al filosófico café Les Deux Magots, donde aún es posible oír las pláticas sobre la libertad entre Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre. Aunque no nos guste admitirlo, el destino es imparcial y prefiere mantenerse al margen de las probabilidades de éxito o fracaso de nuestra libertad, ya que la existencia humana se diferencia del resto de los seres existentes por sus posibilidades, pues no es alguien que está ahí sin más, sino que se encuentra ante la opción de hacer esto o aquello, de tal suerte que el ser humano es siempre aquello que libremente hace de sí mismo. Sabe que es libre pues así se percibe empíricamente, esto es basándose en su propia experiencia, pues tiene conciencia de sí mismo y de sus posibilidades. Incluso no decidir es una decisión libre. Se puede argumentar en contra de esta afirmación que si uno está amenazado por una pistola no le queda otra opción que obedecer lo que le manden. Y es lógico obedecer si se quiere seguir vivo, pero también es cierto que se puede desobedecer y morir. Dice Sartre que la existencia precede a la esencia, pues no hay una esencia predefinida que determine el sentido y la finalidad de los seres humanos. Esto es, el ser humano no cuenta con un modelo o una maqueta inicial. No hay nada escrito en ningún sitio donde diga cuál es el sentido del ser humano, ya que nace sin un porqué y sin un para qué. No hay guía ni refugio, pues la existencia es siempre sorprendente, inesperada y desconocida, un mundo vacuo y solitario que roza la náusea sartriana. El ser humano parte desde el absurdo de su propia nada para dirigirse, mediante sus elecciones libres, hacia un proyecto individual que dé un sentido y una finalidad a su existencia. Ni siquiera la moral, la ética o la ley son factores decisivos en nuestras elecciones, pues pueden ser asumidas o rechazadas. Obviamente solo se puede optar por lo que es posible. Esto es, lo imposible queda fuera del alcance de nuestra libertad. Y es cierto también que la libertad se enfrenta a serios obstáculos que Sartre llama coeficiente de adversidad, que si bien influyen en las decisiones, no son determinantes. No hay excusas ni justificaciones que diluyan la libertad. El ser humano, como dice Sartre, está condenado a ser libre, ontológicamente libre, incluso en una dictadura, pues siempre se puede asumir el riesgo de transgredir las restricciones totalitarias y luchar contra la tiranía. La vida es, en efecto, absurda y viene marcada por la desconexión entre la necesidad de dar un sentido a la existencia individual y la indiferencia que el cosmos muestra hacia los seres humanos. Frente al absurdo y al temor que representa la responsabilidad de ser libres, se opta por la mala fe, que es como llama Sartre a la actitud de engañarse para evitar asumir la libertad. Esto es, el ser humano elige excusas o justificaciones para evadir la responsabilidad de seguir el rastro inequívoco de sus múltiples posibilidades, cuyo punto de partida es la edad de la razón, a la que le sigue el aplazamiento o momento de incertidumbre, para finalmente acontecer la muerte en el alma o confrontación entre la autenticidad y el autoengaño, según se describe en la trilogía sartriana, Los caminos de la libertad. Y durante el camino, la ocupación de los seres humanos es matar el tiempo, y la del tiempo es matar, llegado el momento, a los seres humanos.

Hay ciudades míticas creadas por el arte y la literatura, ciudades dotadas de un encanto particular para aquel que se deja envolver por sus emblemáticos monumentos. Y este es el caso de París. Y una vez allí, solo queda navegar por la libertad, adentrarse en la fascinante trama de las emociones y dejarse llevar por la hondura del placer de los sentidos. En ella, Jean Paul Sartre, trabajando a un ritmo frenético, nos dejó las bases ontológicas de la libertad humana. Quizá se desprenda de esta loa a la libertad un culto a la nada, pero como creo que las ideas puras producen cretinismo intelectual, debo aclarar que nada más lejos de mi intención, pues me sumo al rechazo unamuniano a la desesperación nihilista y me aferro a su irracional y agónica vía cordial. En fin, París es el vaudeville donde se representan romances y revoluciones que animan la ciudad con un toque transgresor. Y como dice Rick Blaine en la película Casablanca: “Ilsa, siempre nos quedará París”.

El autor es médico psiquiatra