Donald Trump contra Kamala Harris. Pocas elecciones norteamericanas han improvisado un duelo tan emocionante y apretado como el que viviremos antes y durante el 5 de noviembre. Las encuestas ya prácticamente han hecho desaparecer la ventaja con la que Kamala inició la campaña y las diferencias entre ambos contendientes se estrechan, mientras el mundo aguanta la respiración preguntándose si seremos testigos de la primera presidenta de los EEUU o del segundo advenimiento de Donald Trump.
Pero mientras somos testigos de una de las campañas más reñidas y duras de la historia reciente de la política norteamericana, ¿realmente comprendemos el sistema electoral norteamericano, tan diferente de los europeos? ¿Conocemos cómo estas peculiaridades del sistema electoral norteamericano condicionan la campaña electoral? Y, lo más importante, ¿podemos aprender algo del sistema electoral norteamericano? Preguntas todas estas cuyas respuestas nos pueden ayudar a entender mejor unas elecciones como las norteamericanas, cuya influencia va más allá de las fronteras del territorio del país de las barras y estrellas, alcanzando al mundo entero.
El primer paso es entender el propio sistema electoral, quizás lo más peculiar de las elecciones norteamericanas. Sus orígenes se encuentran en los primeros pasos de la nación tras la independencia de los británicos. A los Padres Fundadores, tras la emancipación, se les planteó el reto de crear las reglas de juego en un país no solo recién nacido, sino también con una extensión geográfica descomunal, además de unas diferencias territoriales y sociales enormes en su variada geografía.
Por una parte, era muy difícil llevar adelante campañas políticas a lo largo de un país tan vasto y diverso geográficamente. Por otro lado, los fundadores tenían cierto temor a dejar en manos de los propios votantes, e incluso del parlamento, la elección del presidente. Ante esto, decidieron crear un sistema presidencialista, en el que el objetivo sería la elección de un presidente con amplios poderes, el cual no sería elegido directamente por el voto de los ciudadanos ni por sus representantes en el parlamento.
La respuesta fue un sistema electoral indirecto, en el que la clave está en el denominado colegio electoral. Los que eligen al presidente no son los miembros del parlamento, sino un determinado número de personas, los delegados o electores, los cuales son elegidos por cada partido en liza, y que son los encargados de nombrar al presidente mediante una votación. Cada estado posee un número determinado de estos electores, que coincide con el número de congresistas (senadores más representantes) que posee, número que depende del peso demográfico de cada demarcación estatal.
El estado más poblado, California, posee el mayor número de electores, 54. Mientras que los estados más pequeños poseen tres delegados o electores. En total, sumando los de todos los estados, son 538 los electores que votarán para elegir al presidente, por lo que el candidato que logre los 270 votos de electores será el futuro presidente o presidenta de los Estados Unidos. También eligen al vicepresidente. Pero, ¿qué ocurriría si se diese un empate de votos electorales a 269? Esto ya ha ocurrido una vez en la historia, y en ese caso, fue la Cámara de Representantes la que eligió al presidente, mientras que el Senado eligió al vicepresidente.
Pero quizás la peculiaridad más llamativa de este sistema electoral radica en que el reparto de los electores de cada estado no se hace en proporción a los votos de los ciudadanos. El candidato que gana en cada estado, aunque sea por un solo voto, se lleva todos los electores. Es decir, si en Texas, estado con 40 electores en juego, ganan los republicanos como se espera, serán 40 los electores republicanos que voten por Trump. No hay un reparto proporcional a la cantidad de votos. El candidato que gana se hace con todos los delegados electorales en juego. Este sistema se denomina winners take all. El ganador se lo lleva todo. Es indiferente por tanto ganar o perder un estado por un voto o por varios millones, el candidato que gane la votación se lleva todos los electores en juego en ese estado.
Sólo dos estados, Maine y Nebraska, reparten sus tres votos electorales de manera proporcional al número de votos ciudadanos. Pero en el caso de Nebraska, los republicanos en el poder en el estado están tratando de cambiar el sistema por el sistema winners take all que se usa a nivel nacional. En este estado, con 5 votos electorales, dos van para el que mayor apoyo recibe, mientras que los otros tres, se reparten entre el vencedor de cada uno de los tres distritos electorales. Un cambio al sistema nacional implicaría que los cinco votos electorales irían al ganador, que usualmente es republicano. Y no iría ningún voto electoral a los demócratas, como ocurrió hace cuatro años, donde un elector cayó en manos de los demócratas, al vencer Joe Biden en uno de los tres distritos.
Ganar en voto popular
Este sistema del winners take all posibilita una de las consecuencias más llamativas del sistema electoral norteamericano; el que un candidato gane en votos a nivel nacional, pero pierda las elecciones porque ha logrado un menor número de electores. Esto implica que un candidato puede arrasar en votos en los estados que gana, pero que luego, si pierde por un estrecho margen de votos en ciertos estados, pueda perder las elecciones. Esto ha ocurrido cinco veces en la historia, dos veces este siglo, con la victoria de George Bush hijo frente a Al Gore, y en la ajustada victoria de Trump en 2016. En la primera victoria de Trump, Hillary Clinton logró tres millones más de votos a nivel nacional que su contrincante. La pérdida de varios estados claves por un escaso margen, hizo que Hillary no lograse superar a Trump en número de delegados electores.
La peculiaridad del sistema no solo condiciona la elección del presidente. Toda la campaña también se ve profundamente condicionada por este sistema. Si es lo mismo ganar o perder por un voto o por varios millones, es completamente inútil hacer campaña en aquellos estados con un vencedor claro. Esto implica que en aquellos estados con un resultado seguro la campaña sea muy poco intensa. Algo que alivia el gasto económico desproporcionado de ambos partidos, que centran sus esfuerzos económicos en aquellos estados en los que los resultados no están asegurados y que caen de uno u otro lado por un estrecho margen de votos. Si la campaña fuese igual de intensa en todo el territorio nacional, su viabilidad económica sería imposible.
Por ello, la campaña como tal solo se da en los famosos swing states. Estos son los conocidos como estados bisagra, cuyo resultado no está decidido y que, elección tras elección, son ganados por márgenes muy estrechos. Son siete. Michigan, Wisconsin, Pensilvania, Carolina del norte, Georgia, Arizona y Nevada. En estos estados es donde se deciden realmente las elecciones y a los que los candidatos dedican no solo más tiempo de campaña, sino también la mayor cantidad de recursos económicos con el fin de lograr vencer por márgenes normalmente muy estrechos. Muestra de ello es Georgia, clave en la victoria de Biden hace cuatro años, que fue ganada por los demócratas por algo más de 10.000 votos. Un claro ejemplo de los escasos márgenes con los que juegan ambos candidatos para hacerse en estas circunscripciones.
Los mismos límites geográficos
Esto explica la razón por la que tanto Trump como Harris se mueven por los mismos límites geográficos uno detrás de la otra, tratando de hacerse con los votos de esos estados claves. Uno de los más deseados, Pensilvania, con 19 votos electorales, es sin duda el más solicitado por ambos candidatos para mítines y festivales. Además del gran número de delegados electores en juego, Pensilvania posee el honor de que en 8 de las últimas 10 elecciones, el vencedor en Pensilvania ha sido quien ha logrado la presidencia y en uno de sus condados, el de Erie, esta coincidencia entre ganador y futuro presidente se lleva dando ininterrumpidamente desde 2008. Por ello, Pensilvania y el distrito de Erie, serán dos de los grandes focos de la noche electoral norteamericana.
Pero por si esto fuera poco, para entender las actuales elecciones presidenciales norteamericanas no podemos olvidar uno de los elementos más pintorescos de la reciente historia de las elecciones norteamericanas, el de su propio oráculo, el historiador Allan Lichtman. El llamado Nostradamus americano, que ha acertado el vencedor ininterrumpidamente desde 1984, se ha convertido en un elemento indispensable de las campañas y su predicción se espera todas las elecciones presidenciales con gran expectación.
Solo se le escapó la victoria de Bush hijo en 2000, algo que queda relegado al olvido tras la hazaña de haber sido uno de los pocos que creyó en la victoria de Trump en 2016.
El 5 de noviembre las y los ciudadanos norteamericanos votarán en las urnas para decidir el futuro de su país. Dependiendo de ello, los estados se teñirán del rojo republicano o del azul demócrata, y serán los electores de los partidos ganadores en cada estado los que tengan la verdadera elección en sus manos.
Estos, un mes después, votarán a sus respectivos candidatos, eligiendo a la primera presidenta mujer de los Estados Unidos o haciendo volver a la Casa Blanca a Donald Trump; confirmando si el Nostradamus americano ha vuelto a acertar con su predicción una nueva campaña electoral más. Una predicción que por cierto, para 2024, apunta a Kamala Harris como futura presidenta de los Estados Unidos.