Un triunfo glorioso para la causa de la justicia”. Así calificaba Donald Trump la firma del acuerdo de paz entre la República Democrática del Congo (RDC) y Ruanda en la misma Casa Blanca. Toda una victoria para la administración Trump en el escenario internacional y otro paso en su camino personal al premio Nobel. Tras la victoria sobre Irán por medio de sus bombas anti-búnkers, el presidente norteamericano se pone la chaqueta de mediador para llevarse otra victoria, esta vez, en el lado de la paz. ¿Estamos ante el fin de décadas de guerra, violencia y muerte en el Congo? Más allá del triunfalismo de Trump, el futuro no parece tan alentador.
Si hay una región en el mundo en la que la violencia sea endémica y estructural, esa parte del globo es el Congo. Su trágica historia jalona los episodios más oscuros de nuestros libros de historia. Todo se inició en el colonialismo, con Leopoldo II, rey de los belgas, que convirtió el país en su propiedad privada, además de en uno de los sistemas más eficientes y brutales de explotación conocidos hasta hoy. A aquel período se le conoce como el primer genocidio que sufrió el país. Entre finales del XIX y principios del siglo XX, los “horrores del Congo” serían un tema recurrente en la literatura y la prensa europea. El precio que se cobró la brutal explotación del caucho del país, entre 10 y 15 millones de congoleños condenados a la miseria, explotación, hambrunas y enfermedades.
La esperanza para los congoleños nació con la descolonización, la ruptura con la metrópoli debía ser el inicio de una nueva era. En 1960, con Patrice Lumumba, elegido democráticamente primer ministro del nuevo Congo libre, parecía que el país centroafricano echaba a andar por el camino de la independencia y del desarrollo. Nada más lejos de la realidad. Norteamericanos y belgas no estaban dispuestos a dejar que las riquezas del Congo fueran administradas soberanamente por los naturales del país. Para hacer frente a la oposición americana y belga, Lumumba trató de recabar la ayuda soviética en su lucha por la independencia. Un año después de asumir el cargo, el líder congoleño fue asesinado en un golpe de estado llevado a cabo por uno de sus generales, Mobutu Sese Seko.
Tras el golpe, Mobutu dirigió el país con mano de hierro, siguiendo los dictámenes de Washington sin rechistar, cambiando incluso el nombre del país por Zaire. Los intereses internacionales en las grandes riquezas del suelo de Congo volvieron a ahogar el futuro del país. Sin embargo, el hecho histórico que marcaría de nuevo el rumbo de la trágica historia contemporánea de la RDC no se produjo en Congo, sino en la pequeña pero muy poblada vecina Ruanda. La conocida como País de las mil colinas, antigua colonia belga al igual que Congo, vivía lastrada por el antagonismo entre las dos etnias principales de la nación, los minoritarios tutsis, en los que se habían apoyado los colonialistas belgas, y los mayoritarios hutus. Estos últimos habían logrado arrebatar el poder a los tutsis y gobernaban el país. Algunos tutsis descontentos, liderados por un joven Paul Kagame, formado militarmente en los Estados Unidos, habían creado una guerrilla, el Frente Patriótico Ruandés, y libraban una guerra contra el gobierno hutu. En 1994, el avión del presidente ruandés Juvenal Habyarimana fue abatido por un misil. Los extremistas hutus responsabilizaron del ataque a los tutsis y dieron comienzo a la venganza, dando lugar al genocidio ruandés, uno de los mayores horrores de la época reciente.
Casi un millón de tutsis fueron masacrados de todas las formas posibles ante la impasividad occidental. Kagame y su guerrilla, con apoyo internacional, aprovecharon la crisis para tomar el poder y hacerse con el gobierno. Para escapar de las represalias del nuevo gobierno tutsi, miles de hutus participantes en las masacres huyeron en masa al vecino Congo. La oportunidad prestada por la crisis y el poder adquirido fueron aprovechados por Kagame para infiltrarse en la vecina RDC, en la región más rica del mundo en diamantes, oro, estaño, cobre y coltán. Con la excusa de perseguir a los asesinos hutus y defender a los congoleños tutsis del lugar, Kagame y la también tutsi Uganda, no solo ocuparon parte de Congo, también apoyaron a distintos grupos armados enfrentados al gobierno de Kinshasa. Un negocio redondo para Ruanda, pero a la vez un foco de inestabilidad, que llevó a toda la región al conflicto con más víctimas desde la Segunda Guerra Mundial.
Trump pone su bandera en el Congo sin importarle demasiado el futuro de la RDC ni el respeto de los derechos humanos
LA PRIMERA GUERRA (1994-1997)
La primera Guerra del Congo se inició en 1994 y duró tres años. Cuando las tropas ruandesas entraron en el país se aliaron con Laurent Kabila, un histórico enemigo de Mobutu, que había luchado incluso con el Che Guevara. Kabila y los ruandeses, formaron coalición con diferentes grupos de oposición étnica congoleña, como los banyamulenges, y con Estados de la región como Uganda y Burundi. El objetivo de la alianza era acabar con Mobutu, debilitado tras haber sido abandonado por Estados Unidos que ya no confiaba en el dictador zaireño. En 1997 Laurent Kabila, tras décadas de lucha contra Mobutu, logró acceder al poder. Con el nuevo régimen parecía que se abría un tiempo de esperanza para Congo.
Sin embargo, lo que ocurrió fue que la violencia se reprodujo y, si cabe, de manera más cruel que hasta la fecha. Kabila traicionó a sus compañeros de coalición y, en consecuencia, se inició la Segunda Guerra del Congo. El nuevo presidente, para hacer frente a sus antiguos compañeros logró la ayuda de Angola, la Zimbawe de Robert Mugabe, Namibia, Chad, la Libia de Gadafi y Sudán. Por su parte, Ruanda y Uganda, junto a grupos congoleños contrarios a Kabila, se aliaron con opositores de los regímenes que apoyaban al presidente, entre los que se contaban movimientos como la UNITA angoleña o el Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán. Se inició de esta manera una auténtica guerra mundial africana, en la que distintos países, grupos y movimientos políticos, junto a señores de la guerra y milicias, lucharon por hacerse con su porción de riqueza en el saqueo de la RDC.
Aquella segunda guerra del Congo dejó unos cinco millones de muertos. Resultó una guerra sin frentes y desorganizada, lo que aumentó la crueldad y que los civiles, especialmente, niños, mujeres y ancianos, fueran las principales víctimas; el mayor ejemplo de la brutalidad de las guerras genocidas africanas. Niños soldados, pueblos masacrados, mutilaciones, hambrunas, millones de desplazados y una expansión del SIDA debido a las continuas violaciones grupales como nunca se había visto. Debido a la magnitud de la catástrofe, la ONU envió su propia misión de pacificación, la MONUSCO. Finalmente Kabila fue asesinado en 2001 por su propia gente, y su hijo Joseph heredó el cargo. En Pretoria, un año después, se firmaron los acuerdos de paz que debían traer, la transición democrática y la paz a Congo. Sin embargo, solo vino una nueva decepción.
A pesar de que la guerra finalizó, la República Democrática de Congo continúa sin lograr la estabilidad. El principal problema, su enorme riqueza en minerales, especialmente en materias como el coltán, indispensable para la fabricación de componentes eléctricos, desde móviles a ordenadores pasando por baterías para coches eléctricos. La Ruanda de Kagame, incapaz de quitar sus manos de las enormes riquezas congoleñas, no ha dejado de influir en su vecino. Ruanda, a pesar de carecer de minas de coltán en su territorio, es la mayor exportadora del mundo del raro mineral. Su política es sencilla, fomentar la inestabilidad en la zona apoyando a grupos armados tutsis enfrentados con el gobierno de Kinshasa y, de este modo, controlar las minas de la región. Un saqueo a cara descubierta permitido por las potencias occidentales.
La injerencia ruandesa y la inestabilidad consecuente han condenado al Congo a una guerra continúa. Un conflicto que en lo s últimos años ha aumentado con la cada vez mayor fuerza del movimiento guerrillero M-23. El grupo rebelde tutsi enfrentado al gobierno congoleño se hallaba prácticamente desmantelado, pero hace dos años retomó la lucha armada haciéndose con la capital de la región de Kivu, Goma, incendiando de nuevo todo el este del Congo. Para el gobierno de Kinshasa, la mano de Ruanda estaría detrás del M-23. Mientras tanto, la población civil sufre el conflicto, a la vez que los combates se expanden por toda la región.
Es posible que llegue la estabilidad política a la región, pero la justicia, el progreso y los derechos humanos, parecen aún muy lejanas
¿UNA VICTORIA PATA TRUMP?
Para Estados Unidos, principal aliado de Ruanda, el reciente tratado de paz supone una victoria fácil. Por una parte, se anota un punto en el currículo pacifista de Donald Trump, incapaz de lograr su gran promesa de campaña, la paz en Ucrania. Calla la boca de sus críticos, también republicanos, que le echan en cara no haber cumplido su promesa de no más guerras, mientras bombardea Irán y se mete hasta las rodillas en el avispero de Gaza. A la vez, con el tratado de paz entre Congo y Ruanda, Estados Unidos mete el pie en la mayor reserva de coltán del mundo, según cálculos hasta más de la mitad de la disponibilidad mundial de tan preciado mineral. Con todo, el presidente norteamericano lanza un claro mensaje a China, que desde los 90, aprovechando la pasividad norteamericana centrada en Oriente Próximo y el control de la producción de petróleo, había iniciado una política de infiltración en el continente africano.
Con el acuerdo de paz entre los países centroafricanos, la administración Trump avisa a Xi Jingpin y logra un tanto que podría tener mucho valor en el nuevo imperialismo que parece marcar la política internacional del segundo mandato de Donald Trump. La nueva Guerra Fría se jugará por recursos clave, muy relacionados con el avance tecnológico, y abarcará a todo el mundo. China, que había logrado el control de puertos y recursos africanos en contraprestación de la construcción de infraestructuras, sin mirar por el respeto a los derechos humanos de esos gobiernos, oirá la advertencia. El país de las barras y estrellas no solo ha vuelto a la lucha por los recursos del continente, parece que también ha aprendido de los chinos. Trump pone su bandera en el Congo sin importarle demasiado, como a los chinos, el futuro de la RDC ni el respeto de los derechos humanos de las poblaciones de las partes en conflicto.
El acuerdo de paz está logrado, pero poco se espera que cambie la situación de la región. En primer lugar, habrá que ver si Kagame es capaz de controlar los movimientos guerrilleros y los señores de la guerra que ha alimentado durante años. Por otra parte, en el acuerdo no se habla de procesos de justicia restaurativa, ni del destino de los millones de desplazados. Tampoco de las condiciones de miseria y hambre que se han vuelto endémicas tras tantos años de conflicto. Por último no se habla de lo más importante, esto es, de si la extracción de los valiosos recursos se materializará con estabilidad de las instituciones y, sobre todo, con mejora de la calidad de vida de una de las poblaciones más castigadas del mundo. Conociendo el pasado y el presente de la región, es difícil ahuyentar el pesimismo o alimentar en demasía el optimismo. No parece que este acuerdo mejore la calidad de vida de los congoleños.
“El horror, el horror, el horror”, fueron las últimas palabras del señor Kurtz cuando el marinero Marlow por fin lo encontró, en la inolvidable 'El corazón de las Tinieblas', novela en la que Joseph Conrad relataba el infierno sobre la tierra en la que Leopoldo II había convertido Congo. La novela, editada en 1899, lanzaba un grito en contra del genocidio que sufría el pueblo congoleño a manos de los colonos belgas. Más de un siglo después, Congo sigue siendo explotado por naciones e intereses económicos ajenos, con su consecuente ciclo de miseria, violencia y horror que parece no tener fin. Habrá que ver si por fin llega la paz al país gracias al salvador Trump. Es posible que llegue la estabilidad política a la región, pero la justicia, el progreso y los derechos humanos, las grandes deudas históricas que tiene Congo, parecen aun muy lejanas. Tan lejanas como la atención de los países occidentales. Un desinterés que, hay que decirlo, es muy interesado y recuerda a aquello que nos relató Joseph Conrad en su mítica novela.