EL reloj del campanario acababa de dar las once. José Manuel se volteó bajo el edredón y se quedó mirando embobado las líneas de sol proyectadas en la pared a través de las rendijas de la persiana. Su mujer se afanaba en las tareas domésticas. Él percibía la suave percusión de su actividad a lo largo de las diferentes estancias de la casa, un eco tranquilizador, el síntoma de que aún pervivía cierto orden.
José Manuel se tensó al escuchar el crujido de la manilla de la puerta. No se sentía con fuerzas para reiniciar una jornada sin alicientes, un cúmulo de horas sin sentido que únicamente podían soportarse gracias a los tranquilizantes. Son más de las once, dijo la mujer, y comenzó a subir la persiana. Él se agazapó bajo el embozo y no respondió.
La habitación se había llenado de una luz límpida. El cielo relucía con su azul claro, inclemente. Vamos, José Manuel, insistió pacientemente la mujer, tienes que desayunar y tomar las pastillas.
El hombre se incorporó con dificultad, como si el cuerpo se le hubiera quedado pegado a la tierra. Y también el alma, el espíritu. Todo, absolutamente todo, le pesaba enormemente. Tras ponerse el batín, se calzó las pantuflas que la mujer le había acercado. Luego se dirigió al baño, arrastrando los pies por la tarima del pasillo, los hombros hundidos, el gesto derrotado.
¿Cuánto hacía ya de eso?, intentó hacer cuentas la mujer. Hacer cuentas era su manera particular de alejar el dolor y la lástima. En junio se cumpliría medio año, pensó. Antes de eso, él no parecía realmente alarmado: casi no hay trabajo, le dijo una noche frente al televisor. Pero siempre caerá alguna reforma para ir tirando, añadió. Eso debió de ser, calculó la mujer de nuevo, a mediados de 2011. Justo el tiempo que ella llevaba cuidando a la señora Imelda por las tardes. Fue una suerte que le ofrecieran el trabajo en un momento tan delicado. Le dio pena tener que dejar las clases de costura, pero las necesidades familiares apremiaban.
Las cosas fueron empeorando a lo largo del año siguiente. Los dos meses anteriores a la crisis de José Manuel, fueron especialmente duros. Se sentaba en el sofá desde primera hora de la mañana en ropa de trabajo. Ella lo miraba: las profundas arrugas de la cara cada vez más marcadas, la barba canosa de varios días. Tranquilo, le decía intentando serenarlo. Alguien llamará. Pero el teléfono móvil que hacía pocos años no dejaba de sonar para pedir un presupuesto, para insistir en la urgencia de comenzar una obra, para acabar de alicatar una cocina antes de las fiestas del pueblo, había enmudecido.
Como él.
Fue entonces, a lo largo de esos dos meses de silencio taciturno, cuando la semilla de la crisis depresiva fue germinando a un ritmo semejante al de la crisis económica, hasta acabar apoderándose totalmente de su persona. Enfermó. Dejó de ser el mismo.
La mujer apenas reconocía a su marido. Había sido un hombre de talante optimista, sociable y generoso. Conocido en toda la provincia por su dedicación, en su tiempo libre, a coordinar una asociación de carácter altruista. Alguien activo, positivo. Un faro guía. Una maroma salvadora. El consejero de muchas familias que solicitaban ayuda a la asociación. Y ahora, ¿en qué se había convertido? ¿Quién le devolvería la fuerza, la alegría, las ganas de seguir viviendo? ¿Quién se las había robado? Al verlo salir del baño, ella tuvo ganas de abrazarlo, para consolarlo y consolarse a sí misma. Pero, en lugar de ello,- José Manuel ahora era reacio al contacto físico,- le preguntó si prefería tostadas de pan de molde o de pan de barra. Mientras las comía, la mujer se sentó frente a él con una taza de café caliente. Sintió su tibieza, y la tibieza del sol cayendo sobre las flores del cerezo en el terreno delantero de la casa y no pudo evitar experimentar una intensa oleada de calor en el pecho. Un placer secreto, callado, que, de alguna forma, enlazaba con la corriente de la vida.
Pureza. Paz.
Entonces sonó el teléfono. Era Pablo, el antiguo socio de su marido. El también estaba en paro. Pero había conseguido seguir sacándoles chispa a los días. Pasaba por casa regularmente. Al menos una vez por semana. Hoy llegará un poco más tarde, le dijo ella al marido. Tiene trabajo en el regadío.
José Manuel asintió con un gesto y algo pareció cobrar luz en su interior.
A eso de las nueve y media de la noche, la mujer regresó a casa después de meter en la cama a la señora Imelda. Reconoció el vozarrón de Pablo sembrando las frases de juramentos, como si fueran gotas de agua fresca, y una segunda voz conocida, con un cierto tono tintineante, un lejano deje juguetón que ella creía del todo perdidos. Se estaba cambiando de ropa cuando se escuchó una súbita explosión en la sala de estar: eran los dos hombres, su marido y el antiguo socio, unidos en una sonora carcajada. Entonces comprendió que hoy más que nunca era necesaria la comunicación para sobrevivir. Que hoy más que nunca era necesario poner palabras a la experiencia, por dolorosa o humillante que pudiera parecernos esta, que hoy más que nunca era necesaria la cercanía de un amigo.
Mañana se viene conmigo al regadío, anunció Pablo desde el sofá. Me lo has prometido, añadió amenazante en dirección a su amigo.
Mañana me voy contigo, corroboró José Manuel mirando a su mujer. Y ésta comprendió que algo había comenzado a mejorar en sus vidas.