ahora mismo no recuerdo el día exacto en que nos conocimos, creo que fue en alguna de las charlas con mi admirado y querido Juan Eraso Olaetxea, el maestro fundador y director de la Agrupación Coral de Elizondo, con los dos, él y Claudio Zudaire (Cecilio de Lezaun, en la orden capuchina) hablando del padre Donostia, al que no tuve mayor ocasión de tratar a mis ocho años y cinco meses y unos días de su pérdida. Pero sí la última ocasión en la que nos vimos, en las ruinas actuales de la fuente de ciencia que fue el Colegio de Lekaroz: ¿Qué tal está padre Cecilio?, le pregunté sabedor de sus achaques, de los que algo se había recuperado.
¡Ay mi amigo, de cabeza bastante bien, no puedo quejarme; lo que falla es el engranaje! Nos abrazamos, un honor para mí, y por cumplir me queda que le dije que bueno, que eso nos pasa factura a todos y que de carrocería damos el pego pero es el motor el que renquea de forma progresiva e inapelable. Nos reímos, él se mostraba feliz y jovial, regresar a “la casa” de Lekaroz pienso, quiero pensar, que le rejuvenecía, quizás cuestión de magnetismo que desprendía el entorno que no el residuo postrero y maltratado (aún hoy) por unos y por otros que nos queda.
En el jardincillo, frente al Txoko Lekaroz que mantienen y conservan los excolegiales, el presidente de la asociación, Miguel Ángel Letamendia, le mostró primero que nada su gratitud y fidelidad a su alumnado y al colegio, y le hizo entrega de una placa que Claudio acogió emocionado, con las lágrimas a punto de brotar de sus ojos. No se extendió en palabras gran cosa, pero se advertía un cierto apego, un cariño fraternal y amistoso, medicina para su frágil estado anímico y físico, embutido en su abrigo gris que me temo pesaba más que él mismo.
Fue compañero, mucho más joven, del padre Donostia y prudente seguidor de la labor de mi muy querido, como de la familia, del padre Jorge de Riezu, el continuador y culminador casi de la obra del padre José Antonio, en lo que los musicólogos calificaron de la “cuna del nacionalismo musical vasco”. Quizás fue eso lo que empujó a convertir el colegio en tierra quemada; a veces lo pienso y me indigna, me duele.
Los capuchinos de Lekaroz, creencia religiosas aparte, han sido junto al amigo historiador elizondarra Pedro Mari Esarte, quienes de largo han estudiado y publicado aspectos históricos más importantes e interesantes y de los usos y costumbres de Baztan, demasiada miel para el asno que sólo ve un crucifijo y huye aterrado como los vampiros. Quizás no es cosa sólo de su necedad e ignorancia, sino de algo más profundo que les reprime; ellos o ellas sabrán o no sabrán, no tienen con qué.
Pero vuelvo con Claudio, ¡qué me importan a mí su hábito, su crucifijo y sus creencias! Me quedo con el hombre y su obra que estimo tanto y pienso en un tiempo que no ha de volver. Aunque mi amistad y mi gratitud están a su lado. Siempre. - L.M.S.