etrás de cada uno de esos muros de protección faciales y de los mares de batas y guantes de plástico que examinaban y atendían a los cientos de enfermos por coronavirus que ha tenido la Ribera, había unos ojos que sufrían, una boca que trataba siempre de sonreír y unos oídos que escuchaban los lamentos y las peticiones de quienes, en soledad, querían salir de las garras de la pandemia. Ana, Paula, Aitziber o Inés son nombres representativos de casi mil profesionales que tiene esa gran familia que se llama Hospital Reina Sofía.

Una familia que no se había enfrentado a una situación similar y que ha sufrido más de cincuenta días agotadores, física y mentalmente, pero de los que sale, a cambio, una unión que les ha llevado a trabajar como un gran equipo.

Todos los recortes, luchas laborales y reivindicaciones de años atrás se olvidaron incluso antes de que el primer paciente ingresara por Coronavirus, el domingo 8 de marzo. Más allá de horas interminables, momentos duros, lágrimas a escondidas, abrazos contenidos y silencios interminables, todas coinciden en que este reto sanitario ha fortalecido al grupo y, por lo tanto, al hospital como centro de referencia.

Los cambios

“Toda esta organización ha sido un reto muy grande, que creo que hemos acometido muy bien, pero han sido muchas horas de no dormir, no descansar y despertarte pensando en el trabajo y en los siguientes pasos a dar. Los días de ingresos pensaba que no iba a parar de llegar gente y me agobiaba al creer que no íbamos a tener más camas. Me iba a casa a las 9 de la noche pensando que nos íbamos a quedar sin camas, pero ese momento, por suerte, nunca llegó. Personalmente ha sido el momento más duro”. Paula Lacarra es la responsable de enfermería de la Unidad de Cuidados Intensivos desde hace 4 años, una de las áreas claves en la crisis del coronavirus. Habitualmente, el centro tenía 5 camas que, en 15 días, debieron quintuplicarse y transformarse en 22, de las que solo 3 eran para pacientes sin covid-19, empleando los nuevos quirófanos y las nuevas salas de despertar. “De normal la plantilla fija somos 10 enfermeras y 6 auxiliares. Hasta el 30 de abril, que hemos mantenido las 22 camas, hemos estado 48 enfermeras, sin contarme yo como jefa, y 41 técnicos auxiliares”.

Médica internista de la tercera planta desde hace 13 años y medio, Aitziber Echeverría ha sido una de las responsables de todos los pacientes ingresados en el Reina Sofía por coronavirus. Reconoce que “a lo largo de mi carrera he tenido momentos muy duros con pacientes concretos, guardias de mucho volumen y de estar saturados, pero eran días puntuales. Mantenido en el tiempo ha sido lo más duro que recuerdo y lo que se lleva peor, no es el volumen de trabajo, nadie se ha quejado por sobrecarga, lo peor es la incertidumbre. No saber cómo manejarlo, estar cada día a la expectativa de qué va a pasar, si nos iba a desbordar o tendríamos camas suficientes”.

El Reina Sofía emplazó a los primeros enfermos con covid-19 en la tercera planta, donde se tratan los problemas respiratorios y todo lo que no requiere cirugía. “La planta tiene 55 camas, más luego 30 en atención a domicilio. Llegamos a tener a cargo de medicina interna 83 pacientes, sin contar con los que estaban en la UCI ni en sus domicilios”. En el punto más álgido, la tercera y segunda plantas estuvieron llenas, más 7 en atención a domicilio y 18 pacientes intubados. “Fue el primer fin de semana de abril, y el punto más conflictivo porque pensamos que se iba a desbordar todo. Después empezamos a dar altas. Ingresaban 8 ó 9 pacientes todos los días y cuando dabas un alta tenían que pasar 10 días. No podíamos liberar ninguna cama salvo en caso de fallecimiento”, apunta Aitziber.

Inés Munuera, técnica en cuidados auxiliares de enfermería en Urgencias, entró a trabajar en 1997 y desde entonces ha estado en una de las áreas más duras del centro. Precisamente, el 1 de febrero, tras un año en Ginecología, se había vuelto a integrar en la unidad. “Al salir del trabajo tenía la sensación de que la diferencia entre lo que vives dentro y lo de fuera se ha intensificado. La gente no se hace idea de lo que se vive aquí. Se quejaban por no poder salir o por no poder tomar algo, cuando aquí se viven cosas muy gordas. Son dos mundos diferentes y paralelos. Sales y es como si despertaras a otro mundo distinto. Me gustaría hacer ver a la gente lo duro que es y que sepan priorizar y dar importancia a lo que de verdad es importante en la vida”. Al estar en Urgencias, tan pegada a cambios profundos en situaciones vitales, Inés había vivido ya momentos personales muy duros y, aún así, la pandemia las ha superado. “Ha sido duro, pero no tanto la enfermedad en sí, sino cómo gestionarlo con los familiares. Las normas de que no pudieran pasar a verlos daba mucha incertidumbre a pacientes y familiares. Era duro pero necesario para la seguridad de todos. El fallecimiento ha sido muy duro y tener que pedir a la gente que solo una persona o dos podían verlo lo más duro. Habían estado juntos hasta el instante anterior a ingresar, pero desde que entraba al hospital ya no lo podían ver y, en ocasiones, no lo volvían a ver. Añadir al shock de la pérdida el que no lo pudieras ver, ni despedir en un funeral ha sido muy duro...”.

Ana Galindo es, sin duda, una de las trabajadoras más veteranas del Reina Sofía. Con 34 años limpiando el centro hay muy pocos profesionales que la superen en experiencia. Terminada su jornada laboral limpiando la UCI y los fines de semana las plantas, dos veces por semana iba también a cuidar de su madre de 87 años que es dependiente. Aún se emociona cuando ahora limpia los nuevos quirófanos vacíos que se convirtieron en UCI, “al ver vacía la sala donde limpiaba, recuerdo a toda la gente que estaba en esa sala y después del terror que hemos vivido”. Los pacientes que han estado en la UCI y han podido salir han destacado el trato humanitario de las enfermeras, pero también en su mente quedó el aliento de las mujeres de la limpieza, “soy muy empática. Había que hablar y animar a las personas que estaban mal y ellos contestaban. La cuestión es darles un respiro, un poco de ánimo en lo que estaban pasando”.

El tsunami

Inés recuerda cómo empezó a llegar a Tudela el tsunami del coronavirus. Lo que era una noticia de telediario y sonaba “como algo lejano” había llegado ya a la Ribera en los primeros días de marzo. “Todos pensábamos que no nos iba a tocar, que no iba a llegar y la afluencia de la gente en Urgencias era la normal”. Aquel domingo 8 de marzo, estaba de turno y queda en su memoria cómo “vino mucha gente. Ese día fue el primero que tuvimos constancia de que ya estaba aquí, porque llegó un señor con problemas respiratorios y ya le pusimos la mascarilla. Supimos después que tenía coronavirus. Al día siguiente una compañera llamó diciéndome que de salud laboral les habían dicho que podría ser coronavirus. Entonces tomamos conciencia de que ya estaba aquí y de que nos iba a tocar. Desde el comienzo se aumentó el personal y eso nos dio idea de lo que venía, hasta ahora eso se hacía con cuentagotas”.

Para Paula, como responsable de la UCI, la ola aún tardó en llegar unos días, ya que hasta el 18 de marzo no ingresó el primer paciente con covid-19 en su área. “A partir de ahí, 20, 21 y 22 de marzo y la siguiente semana del 23 de marzo fue la peor. Mucha cantidad de ingresos y se llenaban las camas. Ampliamos turnos pero había que tener cosas preparadas porque fue el punto más alto de la pandemia. La semana del 30 de marzo fue horrorosa, estábamos al máximo de pacientes pero teníamos que organizar para tener a más. Las cosas se complicaron, duplicamos, triplicamos y al final hasta cuadruplicamos camas pero vimos que siempre había alguna libre y eso nos dio un respiro”. Las previsiones que venían de Madrid, Barcelona o Italia que el 10% de los pacientes necesitaban ingresar en la UCI, y que parecía desorbitado, se fueron cumpliendo. En planta la avalancha de ingresos ya se había producido antes.

Aitziber en la tercera planta comprobó cómo las noticias de Italia o Madrid que llegaban con dos semanas de antelación sirvieron para estar mejor preparados, o al menos sabiendo que se iba a producir. “Comenzó como una semana antes de declarar el estado de alarma. Al comienzo eran casos sueltos y teníamos el referente del Hospital de Vitoria, que, por tamaño, era muy parecido a Pamplona, y veíamos que estaban desbordados. Veíamos que la población no era consciente pero compañeros de otras ciudades nos avisaban a tiempo para poder prepararnos porque a ellos les había pillado, eso ayudó. Cada día recibíamos protocolos e indicaciones sobre patologías que cambiaban en horas y que podían ayudar en el diagnóstico. Esa tensión del principio de decir ‘cuándo va a llegar aquí’ o ‘qué síntomas presentarán’ nos generó un poco de tensión. Llegó un momento que las preguntas iniciales de dónde había estado o cuáles eran sus contactos para conocer el origen eran absurdas, porque ya estaba aquí”.

Al margen de la gravedad de la enfermedad y de la incertidumbre de la situación, la barrera de los medios de protección era más que evidente que distanciaba al paciente del médico y la enfermera, más allá de las incomodidades que generaba. Inés señala que hacerse a la cotidianeidad de las protecciones fue imprescindible. “Cuando nos avisaban del 112 que venían con un posible caso, nos ayudábamos a vestirnos entre todas. Muy pronto empezaron a hacer cursos de protección de los EPIS. Había que cambiarse para cada paciente para salvaguardar su salud, porque no se sabía si tenía o no. En planta y en UCI están todo el rato con el mismo traje, nosotros para cada uno teníamos que cambiarnos para protegernos a nosotros y al resto”.

En la tercera y segunda plantas, la internista Aitziber vivió la dureza de estar cada día dos horas consecutivas con un EPI durante la visita a los pacientes, y tras la que acababa empapada en sudor. “Llevamos tres pares de guantes, una bata, unos plásticos, el gorro, una pantalla, doble mascarilla y gafas que terminan siempre empañadas. Había que pedir en las habitaciones que abrieran las ventanas porque era normal marearse del calor. Terminaba la visita de los pacientes y tenía que cambiarme el pijama, empapado en sudor. A eso añades la tensión de que había que estar pendiente de no tocarte la cara, de llevar bien el guante o no tocar el fonendo. Cuando coges ritmo ya estás más relajado”.

Precisamente la imagen de los sanitarios otorgaba una tensión extra a los pacientes que vivían con gran nerviosismo su ingreso hospitalario. Ana recuerda el silencio y el vacío cuando limpiaba los pasillos: “No había nadie. Ésta es como mi segunda casa y era impresionante no ver a nadie por los pasillos, solo en Urgencias. No lo voy a olvidar y lo que quiero es que no vuelva, por favor. Ahora salgo al pasillo central y veo a una anestesista y le digo ‘estoy contenta porque os veo por los pasillos’”.

Ese silencio, esa soledad de los pacientes, obligada por el aislamiento de la enfermedad también lo sentían las propias profesionales. Para la internista Aitziber, “la soledad de los pacientes era dura. Por mucho que quisieras ayudar y dedicarles más tiempo y hablar más con ellos, había gente muy mal, sin fuerzas para hablar, ni tocar el timbre. Además había que ser efectivo con los EPIS y no podías entrar cada vez que te llamaban. Igual si hubiéramos podido entrar 10 veces, y no 5, se hubieran sentido más acompañados. Luego, ver la gente que no podía hablar con sus familiares y tener que informar por teléfono también fue duro. No ves al otro y a veces tienes que dar malas noticias a los familiares por teléfono, nunca habíamos informado por teléfono y pasar a hacerlo ha sido un poco raro”.

Una familia

Más allá de los malos momentos, las dudas, la incomodidad de los equipos, las noches sin dormir y el miedo a traspasar el virus a tu propia familia ha aparecido el sentimiento de grupo, de unidad, algo que, según Paula Lacarra, les ha fortalecido y ayudado a salir de esta crisis con la sensación del trabajo bien hecho. “El hospital sale reforzado porque hemos afrontado las cosas y lo hemos hecho bien. Lo digo desde el convencimiento propio y como trabajadora de la entidad. Si ahora en un tiempo vuelve un repunte ya sabemos cómo hacer las cosas y vemos también el gran equipo que somos. Igual antes trabajábamos de forma más independiente en las áreas, pero ahora ha sido una unión total. Hemos visto que el área de Salud es toda una”, concluye.

Para Aitziber esta crisis “nos ha fortalecido”, al trabajar “como una piña en todas las secciones. Cirujanos, traumatólogos, urólogos, celadores, auxiliares, enfermeras, limpiadoras, todos se ofrecieron a echar una mano en todo momento. Por los pasillos solo nos veíamos los ojos y hemos aprendido a interpretar los gestos. En momentos de bajón y flaqueza notábamos el apoyo de los demás. Llegabas a casa tarde, cansada, contracturada, nerviosa pero con una sensación buena. Hemos trabajado juntos, la labor de UCI, anestesia y Urgencias ha sido impresionante”.

Inés recuerda las reuniones en los pasillos de Urgencias, “siempre con el jefe de unidad y la supervisora. Nos corregíamos unos a otros sobre las distancias, los trajes o la forma de actuación. La entrega ha sido impresionante. Hemos hecho más turnos de lo que correspondía, cubríamos las bajas…”. Incluso, ha servido para tener en cuenta a otros profesionales que antes parecían más olvidados como las limpiadoras, “a veces no se tiene en cuenta que si no limpiamos no pueden trabajar, ni operar, y más en esta pandemia. Creo que nos han dado más importancia”.

Pero la huella ha quedado y ha habido un alto coste personal, físico, mental y también familiar. Aitziber vivía esos días con la obsesión de su trabajo, “al principio no lograba desconectar ni de día ni de noche. Venía a casa y estaba con el móvil o la tablet, mirando cuántos casos había, el whatsapp era un hervidero, con los protocolos que cambiaban, a todas horas intentando ponernos al día con nuevos descubrimientos o tratamientos. Dormía, aunque me costaba, pero no desconectaba. Me parecía que si un día libraba, estaba en casa desaprovechada y me iba al hospital. No hemos estado saturados ni sobrecargados, nos hemos podido repartir el trabajo entre compañeros”.

“Ha sido común a todos”, explica Inés, “era complicado quitarse el chip y nos dejábamos la cabeza allí. Era complicado dormir”. Uno de los miedos era llevar la enfermedad a casa, “primero desinfectabas todo antes de ir al coche. Si podías te duchabas, desinfectabas el bolso, la bolsa de comida, los zapatos... En casa te quitabas todo en la puerta, tratabas de dejar todo siempre en el mismo sitio y reprimías dar un abrazo o u beso. Ha habido días que nos aislábamos en una habitación para protegerlos, y comías a distintas horas, cuando creías que tenías algún síntoma; creo que eso lo hemos hecho casi todos”.

Paula, como responsable de enfermería de la UCI, también “he tenido etapas. Al principio me acostaba dándole vueltas a la cabeza por si me había dejado algo, me despertaba por la noche y me iba mucho antes a trabajar. En otras fases dormía de tirón porque estaba agotada”.

Fuera, en las calles, se era ajeno a la tensión interior, que se trataba de aliviar con aplausos. Para la médica internista, eran un gesto que “se agradece y que son extensivos a otra mucha gente que está en primera línea o a los que lo hacen bien en su casa. Sentimos que se reconoce el esfuerzo”, si bien matiza que “no es que de normal no lo hagamos. Igual se pensaba que de normal estábamos sin hacer nada, pero todos los inviernos nos saturamos con la gripe. Por volumen todos los años tenemos momentos en los que no das a basto, aunque ciertamente, no era como esto”.

“Ha habido una unión total y hemos visto que el Área de Salud es toda una”

Responsable Enfermería en UCI

“Muchos días te aislabas en una habitación para proteger a los tuyos”

Técnica Auxiliar en Urgencias

“Me parecía que si un día libraba estaba en casa desaprovechada”

Medica internista

“Era impresionante no ver a nadie por los pasillos. No lo voy a olvidar”

Trabajadora de la limpieza