“Por fin el día 30 de agosto, festividad de Santa Rosa de Lima, con las sombras del crepúsculo entró en la celda del enfermo el presagio de la visita fraternal de la Muerte: a las once y cuarto de la noche se abrazaron como dos hermanos”, describió el padre Jorge de Riezu los momentos postreros de su amigo, el capuchino José Antonio de Donostia, de cuyo fallecimiento en 1956 se cumplen 65 años. Los restos de la figura más representativa del llamado nacionalismo musical vasco, descansan anónimos y olvidados en el panteón de los padres capuchinos en el camposanto de Lekaroz.

El Padre Donostia o Aita Donostia nació en San Sebastian (Donostia), el 10 de enero de 1886, hijo de José Antonio Zulaika y de Felipa Arregi. Un día después fue bautizado con el nombre de José Gonzalo, y con 10 años accede de alumno al Colegio de Lekaroz, cursa el Bachillerato y toma el hábito capuchino en 1908.

Ejerce de profesor hasta 1918 cuando, liberado de la enseñanza, gestará su personalidad y desarrollará la inmensa actividad cultural, y musical y folklórica que alcanzarán relieve extraordinario y el general reconocimiento. Y muere, en Lekaroz, que fue su casa y el templo de la inteligencia en el que creó y desplegó su actividad extraordinaria y donde reposa desde el día 1º de septiembre de 1956.

El músico

Había nacido para la música, y creció y vivió con ella porque, ya antes de entrar en el colegio, había estudiado solfeo y violín sin cumplir diez años, en San Sebastián, y un año después ya componía su primera obra transcribiendo para orquesta la Diana que despierta a los colegiales en los días de Navidad. Le sigue un Tantum ergo, y luego otras muchas composiciones, algunas todavía inéditas, de las que hacía a veces mención con cierto cariño nostálgico, en particular el Cuarteto en mí para cuerda.

Proseguirá ya sin concederse el mínimo descanso en una gigantesca labor que abarca todos los campos, obras religiosas y civiles en desbordante labor. Cultivará en absoluto todos los géneros como compositor (sus magníficos Preludios vascos) gregorianista, folklorista, conferenciante y liederista, todos con notable singularidad y de forma reconocida y aplaudida.

El exilio

El Padre Donostia saldrá de Lekaroz en numerosas ocasiones atendiendo contínuos requerimientos, pero regresará siempre a su txoko y sólo una de sus ausencias se deberá a causas indeseables y forzadas. Al estallar la guerra civil, sus superiores juzgan oportuno su traslado a Francia (Toulouse, París, Mont-de-Marsan y Bayona, y fue organista de la parroquia de Biarritz) a donde pasó el 3 de noviembre de 1936 por Dantzarinea (Urdax) para no regresar hasta el 1 de abril de 1943 por el puente de Irun. Parece que para el franquismo ignorante y asesino debía ser harto peligroso.

Le costará la ausencia a dos tristes acontecimientos, uno la muerte de su amigo el abad Edmond Blazy con quien viajó a Argentina para recabar fondos para el seminario de Ustaritz, en Laburdi. El otro, el fallecimiento de su madre, Felipa Arregui, a la que no pudo acompañar en su último trance.

El final

“Lo recuerdo perfectamente. Mirada inteligente y penetrante. Movimientos ágiles, ligeros. No usaba las sandalias tradicionales que llevaban los frailes. Siempre unas alpargatas negras. En su estudio, de grandes ventanales y mucha luz estaba el piano de media cola (que regalaron sus padres al colegio, así como el órgano de la iglesia). Allí, en medio de un precioso jardín, oficiaba la música y allí daba las clases de piano y hacía sus reuniones intelectuales. Todo su estudio trasmitía alegría y serenidad. Partituras numerosas y libros ocupaban las paredes. Siempre fue muy paciente conmigo”, me contará 50 años después Juancho Viguria, elizondarra y sobrino de su amigo el padre Jorge de Riezu, uno de sus contados alumnos de música y admirador rendido.

La coral de elizondo “Me conmueve su Jesu mi dulcíssime, ¡qué maravilla de obra...! ¡Qué belleza, qué ternura, qué amor..!. Lo cantó mucho la Coral de Elizondo, que fue la gran promotora de sus composiciones. En varias ocasiones le oí decir que la interpretación de sus obras, que dirigía Juan Eraso, superaba lo que él se imaginó al componerlas. ¡Qué halago, viniendo del propio compositor!”, decía Juancho Viguria.

Volvió a Lekaroz y se rodeó de un círculo de amistades formado por músicos como Juan Eraso, Javier Bello Portu, Gorriti y otros artistas como Jorge Oteiza. Residió un tiempo en Barcelona trabajando en el Instituto Nacional de Musicología sobre etnografía y folklore, y de esa época es su monografía Música y músicos del País Vasco (1951).

El 26 de febrero de 1957, en Pamplona y patrocinado por la Institución Principe de Viana de la Diputación Foral de Navarra , se celebró un solemne homenaje al Padre Donostia en el Teatro Gayarre donde actuaron la Coral de Elizondo y la Orquesta Santa Cecilia dirigidas por Juan Eraso y Javier Bello Portu. Todas las obras eran suyas, incluida la Missa pro defunctis que el coro elizondarra cantó en su funeral en Lekaroz. “Sus 60 años de baztandarra hacen que lo consideremos un navarro insigne”, justificó el homenaje la Diputación Foral.

Vuelto a Lekaroz, su desmayo del 9 de enero de 1956 es el prólogo de lo que ha de llegar. Pasa agosto medio inconsciente, ya no ve ni habla, la enfermedad sigue su curso implacable, y entrega su alma a Dios. Descansa en el camposanto donde, contra su voluntad, no pudo hacerlo su amigo el padre Jorge de Riezu. Con ayuda decidida de Teresa Zulaica, sobrina del Padre Donostia, se intentó traerlo pero alguien no aceptó.