l hecho de la muerte, habitual aunque difícil siempre de asumir, ha experimentado un cambio radical en el ritual practicado y tan fijado en la mentalidad popular vasca. Subsiste la visita al camposanto y la ofrenda de flores en estos días, pero muy poco más.

Ya no se avisa a las abejas de la colmena para que hagan cera ante el fallecimiento del amo, ni se cubren con paño negro los escudos de las casas, ni se cose brazalete de luto en la manga de la chaqueta o la pequeña cintilla negra en la solapa. Tampoco hay funerales de categorías tan distintas como indignas, ni se vela a los difuntos en las casas, ni se somete a las familias al pésame que era dolor añadido al final de las honras fúnebres, ahora todo tan pulcro y aséptico de los tanatorios.

Han regresado, sin embargo, ritos antiguos como el propio mundo, como la incineración que era generalizada en la cultura ibérica. Esta práctica se abandonó por siglos hasta que volvió con fuerza lo que contribuyó sin duda y por decirlo crudamente al abandono de proyectos de ampliación de muchos camposantos que ya se juzgaban insuficientes, aquí mismo en el País del Bidasoa.

"Morirse es algo que les ha ocurrido a tantas personas importantes que no hay por qué estar alborotado ante la idea de la muerte", decía Julio Caro Baroja, que abogaba por "esperar la muerte con serenidad". Al fenómeno de la muerte, esa cosa tan vulgar por frecuente, parece que nadie se acostumbra, por más que no falten gentes que la aceptan con naturalidad, hasta con buen humor, un ejemplo el inolvidable Luis Carandell que en su Celtiberia Show recopiló tantas sorprendentes muestras del carácter hispano más racial, como aquel magistrado madrileño que, al sentirse morir, dictó un telegrama que decía: "...avise autoridades civiles y militares llegada de mis restos mortales para fin de semana. Muero como un santo", y su nombre. O el gran escritor catalán Josep Pla, que en sus últimos momentos y con ejemplar presencia de ánimo, juntó sus manos a modo de saludo y musitó para sí mismo: "Paseu bé" (A pasarlo bien).

Hasta algo más de medio siglo, se presentaba a la muerte en su más dramático aspecto, más truculento y tenebroso, como en un librito religioso infantil donde se anunciaban Ferrocarriles de ultra-tumba. Líneas del paraíso y del infierno en combinación con las de la muerte y el juicio que aterrorizaban (¿convenientemente?) a la chavalería y se diferenciaban los viajes al Infierno y Paraíso. Tremendo para meter miedo en el cuerpo.

En Lekaroz, en los funerales solemnes, entregaban en el ofertorio carne, pan y queso viejo, tal como recogió Resurrección María de Azkue (Euskalerriaren Yakintza), en tiempo en el que, al revés que ahora, lo corriente era que funeral y entierro se celebraran por la mañana. Y con funerales clasistas, en el grupo de las mujeres iba la serora al frente, llevando en un cesto una pierna de carnero si era de primera, de cordero si de segunda y un bacalao, en los de tercera.

Bonifacio de Echegaray, destacado jurista que estudió el derecho consuetudinario vasco, usos y costumbres, recogió la ofrenda de ¡un buey! por la familia del difunto que se hubo que recuperar por su valor monetario. Era cuando se ganaba el cielo por medio de donaciones o por fundaciones que se dotaban económicamente, y cuando las sepulturas estaban unidas indisolublemente al solar familiar.

Así constaba en las escrituras de propiedad, lo que al venderse originó problemas. En los camposantos abundan panteones y tumbas que se señalan como propias de las casas, un ejemplo Buztinaga de Erratzu, la casa nativa de Juan Lorenzo de Irigoyen y Dutari, obispo de Pamplona, entre otros muchos.

Y entre algunos detalles de la magnificencia del arte funerario, que así se considera, en el camposanto de Elizondo existe una estela que preside el panteón de la familia Fort, muy interesante y expresiva. En ella se explica simbólica y figuradamente, la trayectoria vital de uno de los miembros de la familia, profesión, emigración, aficiones y otros detalles que convendría reproducir en copia de yeso para evitar su deterioro por las inclemencias del tiempo. Todo parte de un fenómeno que no asumimos, que nos resistimos a aceptar como lo que es, una parte de nuestra vida.