En el pueblo viejo de Berriozar, anclado en la falda de Ezkaba, la vida transcurre con tranquilidad. Javier lija una puerta, Ángel apila la leña para el invierno, Juana riega los geranios y Rosario, con el skyline de la gran ciudad de fondo, se dirige al lavadero con una jarra de cristal. “La gente de aquí vive más de 90 años porque bebemos de este agua”, asegura Joaquín Urtasun, 73 años, vecino del pueblo viejo de Berriozar “de toda la vida, que ejerce de guía en este oasis a cinco kilómetros del centro de Pamplona.

En un abrir y cerrar de ojos, se pasa de la PA-30, y sus cuatro carriles de circulación, a una carretera angosta por la que es mejor que no se crucen dos vehículos. Un monolito de piedra, que conmemora los mil años desde la primera referencia escrita de Berriozar, y un lavadero del siglo XVIII son la carta de presentación de este remanso de tranquilidad. “En toda su historia, el zorroka -el chorro de agua del centro y el más grande- solo se ha secado una vez. Fue en septiembre de 2019, pero fue por una fuga”, indica Joaquín, que lleva dos libros sobre la historia del pueblo viejo de Berriozar. 

En la actualidad, el lavadero, y sus tres chorros, refrescan e hidratan a ciclistas y senderistas que escapan del trajín de la ciudad, pero, desde su construcción en 1745, fue referente en la Comarca. “Había lavanderas profesionales que traían ropa de la gente más pudiente de Pamplona. También había soldados -del cuartel del Regimiento América 66- que venían con el petate lleno de ropa. Les pagaban una o dos pesetas y al día siguiente venían a buscarla”, recuerda. El lavadero funcionó a pleno rendimiento hasta la década de los 70, cuando el agua corriente llegó a las casas. “Lo utilizábamos el pueblo entero y algunos vecinos han seguido lavando hasta hace diez años”, matiza. Justo enfrente, se erige el palacio de Ezpeleta, cuartel general de Juan de Labrit en 1512, cuando Castilla invadió Navarra.

Joaquín pone rumbo a la Iglesia de San Esteban -patrón de Berriozar- y la zona arbolada, donde se celebran los campeonatos de botxas, un juego similar a la petanca que consiste en acercar las botxas -bolas de madera de boj o de encina- a una bola de plomo, botxin, de cuatro milímetros. Los tantos son para las bolas que más se acerquen y el equipo que antes sume 15 puntos se lleva el triunfo. “Todos los días, a partir de las siete de la tarde, jugamos la partida. En el mundo de los ciegos el tuerto es el rey y hace años ganaba todos los campeonatos”, bromea. En fiestas, el patio contiguo a la iglesia también acoge el tradicional baile de los mayordomos.

Javier Villegas lija una puerta en el garaje de su casa. Lleva 18 años viviendo en el pueblo viejo de Berriozar. Unai Beroiz

Lijas, flores y leña

Joaquín deja atrás la iglesia y, tras pasar por un proyecto de apartamentos que no cuajó entre tanta tradición, se encuentra con Javier Villegas, que lija una puerta en el garaje. “Este es de los nuevos”, bromea. 

Javier reside en el pueblo viejo de Berriozar desde hace 18 años. “Vivíamos en Irurtzun y queríamos una casa en un pueblo, pero que estuviera más cerca de Pamplona. Vimos un anuncio en el periódico y cuando vi la casa, dije, ‘me ha tocado la lotería’. Me llamó la atención lo cerca que estaba de Pamplona pero a la vez tan lejos. Vives en un oasis. Me encanta estar en contacto directo con la naturaleza, dormir con la ventana abierta y que oigas a los animales”, señala. 

Mientras Javier lija la puerta, Ángel Ballesteros, justo en frente, apila leña para el invierno. “Por si viene duro, pero con esto del cambio climático no va a hacer falta tanta”, avanza Ángel, que ha descargado tres camiones repletos de leña, cada uno con 2.000 kilos, 6.000 kilos en total. “He llegado a quemar hasta cuatro camiones -8.000 kilos-, pero los inviernos ya no son lo que eran antes. No hace tanto frío ni por el forro. Ahora quieres que llueva y no llueve nunca”, lamenta. 

Ángel, natural de Extremadura, emigró a Barcelona para trabajar en la construcción y hace dos décadas se instaló en el Casco Antiguo de Berriozar. “En Barcelona, parecía que estabas todo el rato con prisa, de un lado para otro. Parabas a comer y ya salías corriendo. Cuando llegue aquí, pensé que no era posible un estilo de vida tan tranquilo”, recuerda. Ángel está tan contento que no se iría a Pamplona a vivir “aunque me dieran un piso gratis”. Eso sí, ambos reconocen que no paran quietos y que una casa en el pueblo siempre da mucha faena. “Todo el rato tenemos algo que hacer”. 

Ángel Ballesteros, de Extremadura, apila troncos de leña para calentar su casa en invierno. Unai Beroiz

A escasos metros, en Ezkanberri Etxea, Juana Arlegui riega las flores del balcón. Vive con su madre, Margarita Eslava, de 106 años, a la que dio mucha guerra durante su infancia. “De pequeños, estábamos todo el día jugando en la calle. En verano, mi madre me decía que hacía mucho calor y que aún era pronto para salir. Pero no nos conseguía meter en casa, nosotros queríamos estar en la calle y hasta la hora de la cena solo pasábamos para coger la merienda”, rememora. 

En la actualidad, disfruta de la naturaleza, que dispone a tiro piedra. “Berriozar me gusta porque sigue siendo pueblo. Estamos muy cerca de Ezkaba y para mí es un privilegio absoluto. En un momento estás rodeado de árboles y montes”, apunta. 

El lavadero, de 1745. El pueblo lavó la ropa aquí hasta la década de los 70, cuando el agua corriente llegó a las casas. Unai Beroiz

Para los más txikis, el pueblo ofrece el sendero Hazitxo, un paseo encantado de dos kilómetros y 34 esculturas de madera talladas a motosierra: un dragón, duendes que salen de los troncos, Basajaun, los mayordomos, la reunión de los jóvenes en torno al nogal de Motxogorri para preparar las fiestas, el poblado de los ocho fuegos -la primera referencia histórica de Berriozar- o una figura en memoria de los cinco fusilados en el paraje de la Esparzeta. Por Ezkaba también discurre el sendero de la memoria, una ruta de ocho kilómetros para recordar los terribles acontecimientos de “la fuga de 1938".