“Para mí, Berriozar es todo, es mi vida y aquí seguiré hasta que me muera”, asegura Joaquín Urtasun Echarte, 73 años, enamorado del pueblo viejo de Berriozar, uno de los fundadores de la Sociedad Deportivo Cultural San Cristóbal y férreo defensor de la memoria histórica “para que todos los que murieron de una manera trágica por defender sus ideales sean dignificados”.

Joaquín nació en Berriozar en 1949, en el pueblo no había “más de 30 casas” y su familia vivía en Benta Berri. A los seis años, comenzó los estudios en la primera escuela pública del pueblo, que inauguró en 1921 su abuelo Miguel, primer alcalde de la Junta de Oncena de Berriozar. “Mi abuelo se empeñó en construir la escuela y un frontón. El frontón no lo consiguió. Las gentes mayores que aún viven, pocas ya, le recuerdan con gran cariño”, señala. La escuela centenaria, actual sede de la asociación Lantxotegui, está pared con pared con la casa del maestro, que, hasta que se inauguró el colegio, impartía clases “a las familias que las podían pagar. Los niños y niñas con menos recursos iban a Ártica y Berrioplano”, explica.

Joaquín acudió a las clases “del maestro Don Julio” hasta Bachiller, cuando se trasladó al instituto Ximénez de Rada de Pamplona, el actual Plaza de la Cruz. “Iba en bicicleta. Ahora, el pueblo está perfectamente asfaltado, pero antes lo único que había era tierra”, recuerda. Tras ello, pasó a la escuela de comercio, donde cursó peritaje mercantil.

Corría la década de los 60. La economía navarra comenzaba a crecer, empezó a llegar inmigración y el pequeño Berriozar se expandió. “Como pueblo, pueblo existió hasta finales de los 60. Se vendieron muchos terrenos para edificar, se construyeron 48 viviendas exclusivas para los vecinos –fuera del Casco Antiguo– y mi familia consiguió un piso porque Benta Berri no era nuestro, era de un terrateniente”, apunta. Sus tíos se quedaron con el piso y ellos se trasladaron a Pamplona. “Mi padre era herrero en el Ayuntamiento y mi madre trabajaba en la fábrica de calzados López. Pero todos los veranos volvíamos al piso de Berriozar, eh”, deja claro Joaquín. En esa misma época, 1969, fundó, junto con varios vecinos más que se reunían en el bar Avenida, el Club San Cristóbal y fue capitán del equipo de fútbol.

Poco duró en Pamplona. A Joaquín le gustaba demasiado su Berriozar y en cuanto pudo se marchó de la capital. “En 1984, me casé con mi mujer, que también era de Berriozar, y construí una casa en la era del trillar de mi suegro. Mi ilusión era volver al pueblo viejo, esto es lo que me gusta y aquí sigo hasta que me lleven a aquellos pinos –el cementerio– cuando me muera”, avanza.

Represión franquista

La vida de Joaquín y la de sus familiares también están marcadas por la represión franquista que campó a sus anchas en las faldas del monte San Cristóbal.

Su tío, Rafael Echarte Gracia, carpintero, fue detenido la noche del 18 al 19 de julio de 1936 junto a otros compañeros del Partido Socialista Unificado (PSU) en el bar Bilbao. “Estuvo cuatro años preso en la prisión de San Cristóbal, que, a línea recta, estaba a 400 metros de nuestra casa”, expresa emocionado. Durante todo ese tiempo, su abuela Inés, su madre Leonor y sus tías Encarna, Dora y Dioni; “subían todos los días para llevarle la comida que le habían preparado. Nevase, lloviese o hiciese el tiempo que fuera”.

En 1940, le amnistiaron, pero le volvieron a detener en 1942 por “tratar de reconstruir el PSU”. Le condenaron a pena de muerte, conmutada por 30 años de los que cumplió 12. “Pasó 16 años en prisión simplemente por pensar diferente”, lamenta. A su madre, Leonor, le raparon el pelo porque formó parte del movimiento obrero en la fábrica de calzados López y su tío Marcelino Iriarte, que también estuvo preso en San Cristóbal, se exilió a Francia “porque cuando fue liberado le vino a buscar la Guardia Civil a nuestra casa y escapó por la ventana de atrás”.

Después de la represión, llegó el silencio autoimpuesto. “Yo sabía todo, pero en mi casa no se hablaba prácticamente nada porque no querían hacernos sufrir lo que ellos habían sufrido”, reflexiona. El silencio se rompió cuando el historiador Carmelo Urra publicó el libro El monte Ezkaba y Berriozar: “Nos juntó a todos los vecinos y algunos empezaron a hablar de los hechos luctuosos del 1 de noviembre de 1936, cuando sacaron a 21 presos de San Cristóbal, los bajaron a Berriozar y los llevaron en un carro tirado por bueyes al cementerio, donde fueron fusilados y enterrados”. O la fuga del 22 de mayo de 1938, en la que murieron 221 personas, cuatro en el paraje de Esparceta. “Cuando conocí esas historias, dije, ‘no me he de morir sin tratar de recuperar esos cuerpos’”, apunta.

Juanito Urdaniz, vecino de Berriozar, le informa a Joaquín que conoce exactamente dónde están enterrados los fusilados de Esparceta. En 2015, Joaquín, gracias al Ayuntamiento de Berriozar, cumple su palabra y se exhumaron los cuatro cuerpos. Joaquín, ya jubilado, lleva años trabajando desinteresadamente en la recuperación de la memoria histórica y ha impartido charlas sobre esta temática en las aulas del instituto de Berriozar. l