Los días de Olga García cambiaron hace ocho años y medio cuando dejó atrás su vida en una ciudad de 50.000 habitantes y comenzó una nueva en Pitillas, un pueblo en el que ahora conviven 502 personas y donde el día a día es "cercano y calmado".

Nació y creció en Villarreal, en Castellón, pero hace casi diez años cambió el ritmo urbanita por el entorno rural. Aquella, aunque fue una decisión en gran parte motivada por amor, también respondía a su deseo "de siempre" de vivir en un pueblo pequeño. La valenciana, de 45 años, se mudó a la localidad navarra donde Teodoro Izco, su pareja, "había vivido toda la vida", menos los tres años que cursó Química en la Universidad en Zaragoza.

La convivencia en un lugar pequeño no era algo ajeno para Olga, acostumbrada a visitar el pueblo de sus padres, un lugar "mucho más pequeño que Pitillas" y donde siempre se le despertó "un fuerte deseo de vivir en un lugar parecido". "Yo quería ese tipo de vida, lo supe siempre, porque aquí nos ayudamos entre todos, me gusta más porque hay tranquilidad y una calidad de vida que en Villarreal yo no tenía", ahonda Olga.

La pareja considera que hay ciertas cosas que en las ciudades se han perdido, espacios "donde los niños se han olvidado de qué es jugar como se hacía antes". Correr por la calle, perseguir el balón y dejar la consola a un lado, estos son los deseos que tienen ambos para su hijo de 4 años, quien, en el pueblo, "juega a lo de toda la vida" con total calma.

La apuesta de Olga y Teodoro no pasa solo por vivir en Pitillas, también está en impulsar el comercio local, los servicios en la zona y fomentar las iniciativas propias.

El pasado 4 de diciembre, aún zambullidos en "la locura de la pandemia", la pareja inauguró un nuevo local para su establecimiento de ultramarinos, un negocio en el pueblo que ella ya regentaba en el pasado pero que decidieron trasladar a una "zona más visible" y a un local más grande.

Coinciden en que la decisión de realizar esa inversión en su tienda estuvo motivada también por la conciencia de que hay que promover la vida activa en el pueblo. "En los pueblos pequeños lo que se cierra no se vuelve a abrir, no hay un relevo generacional", refiere Teodoro, y agrega que "si nosotros cerramos, nadie iba a querer coger el negocio".

Una realidad que se alimenta a sí misma, pues cuanto menos hay en un pueblo tan pequeño, menos se arriesga para generar nuevos negocios. La pescadilla que se muerde la cola: la falta de servicios genera más falta de servicios.

Esta situación, según expresa Teodoro, se puede solventar solo con ayudas para que se fomenten las inversiones locales. "En los pueblos pequeños se necesitan servicios que se mantengan y no se recorten", expresa. Porque "nadie joven va a querer venir a un pueblo en el que no hay asegurado un servicio médico constante o donde quizás no haya una farmacia", aunque en Pitillas sí la hay.

Teodoro dejó atrás la vida como pastor, la dedicación "casi completa" a un sector sacrificado y que le requería "el cien por cien de los días". Él, junto a su hermano, completaba cinco generaciones de pastores de ganado ovino, "un sector que cada vez está peor". "Está mal valorado, son todas las horas del día, todos los días del año, sin descanso, y los precios del cordero son iguales que hace 30 años", reflexiona Teodoro y afirma que tiene facturas de su padre de hace 30 años "en las que ves que el precio de ahora no ha subido ni un céntimo".

El negocio de la ganadería ovina, aunque viene de familia, duda que vaya a tener un relevo generacional en el futuro y teme que la actual sea la última generación que se dedica a ello en su entorno.

"Los animales son muy esclavos, ahora con la carnicería -que forma parte del ultramarinos de la pareja- he ganado en calidad de vida", argumenta el navarro y reconoce con una mueca de sonrisa que hoy en día elige la tienda antes que a los animales pero que "hace tres años hubiera tirado por las ovejas" era muy feliz con las ovejas, "yendo al campo con un libro y a pastar".