Nos sentamos donde pudimos en la azotea de una casa a medio construir. Graciela, Toufik, Stéphane y yo. En el pueblo no había cafés. Por la tarde habíamos comprado un buen cargamento de cervezas en Tinehir, la ciudad más cercana. Entramos en una de las escasas tienduchas donde era posible adquirir alcohol: latas de cerveza recalentadas a más de dos euros, una botella de whisky a noventa y nueve. Pagamos nosotros. Toufik no tenía dinero. Era uno de los muchos hombres de la zona que orbitaban en torno al turismo y a sus veintiséis años soñaba con que alguna extranjera guapa lo salvara de una vida ociosa. Su única ocupación se reducía a montar un puesto de baratijas y ropa estampada con el emblema bereber.

Hacía casi dos meses que Graciela nos había dicho que se iba. Para cuánto tiempo, preguntamos. No sé, sobre la marcha- respondió. - Sin fecha fija de vuelta. Graciela era decidida y valiente. ¿No era este viaje la señal de que la habíamos educado para ser una persona libre? En nuestra pequeña ciudad , la gente, cercana o no, opinaba, preguntaba: pero ¿por qué se ha marchado a Marruecos? ¿Pertenece a un grupo de investigadores? ¿Va a realizar un recorrido por el Atlas? ¿Pertenece a una organización humanitaria? No, no, no... ¿Entonces? La mayoría de las veces respondíamos que simplemente estaba viajando. ¡Ah!, ¡claro! ¡Qué bonito! Ahora tiene que hacerlo, que es joven. Y a los cercanos les decíamos la verdad completa: que se había marchado para dejarse llevar y dejándose llevar se había topado con un joven bereber de pocas palabras y rostro afable. Toufik.

No podíamos contarlo todo, claro está. ¿Quién podía entender que Graciela recorría el país de punta a punta en compañía de su joven guía, que para ello no necesitaban apenas dinero porque se desplazaban la mayor parte de las veces en autoestop- funciona muy bien en Marruecos- y de vez en cuando se hospedaban en el hostal donde trabajaba algún conocido y, para ganarse la cama y la comida, cocinaban para los turistas? Graciela había cruzado la línea: había dejado de ser turista para convertirse en viajera . Lo había hecho con la frescura que la caracterizaba, con un pañuelo de colores anudado al pelo y una naturalidad envolvente. Cuando regresaban de sus escapadas se alojaban en casa de los padres de Toufik. Había conseguido hacerse querer de verdad, aunque la madre, una típica ama de casa musulmana, hablara sólo bereber. Cuando Toufik salía en compañía de su padre a abrir el puesto situado en la Garganta del Todra, Graciela y Aisha compartían su desayuno y hablaban. Mi hija no sabía explicarme cómo lo hacían, pero afirmaba que conseguían comunicarse. Aisha se levantaba, desayunaba con Graciela, lavaba en el arroyo que cruzaba el interior de la cocina- habían construido la casa sobre el mismo- sacudía alfombras y cojines y se sentaba a mirar por la ventana. Un oasis de un verde seco y al fondo las kasbahs del pueblo y las montañas de color rosa palo, un cuadro de tonos pastel que resumía el mundo de aquella mujer. Aisha había parido tres varones. Y Graciela la llamaba “mi mamá marroquí”.

En nuestras conversaciones telefónicas semanales nuestra hija hablaba de “casa”, en el sentido de hogar, de familia. Cómo no sentir el escozor de los celos. Entonces, ¿te has enamorado? ¿Te vas a quedar allí?, pregunté un día con voz ahogada. Afortunadamente para mí, ella respondió que no.

Decidimos visitarla en primavera. Toufik y ella nos recogieron con un coche alquilado a la salida del aeropuerto. Llovía. Era de noche y hacía fresco. La pareja apareció entre la lluvia, jóvenes, mojados. En cuanto saludamos a Toufik, confiamos en él. Resultaba evidente que él sí quería a Graciela. Ambos se trataban como viejos amigos .Liaban cigarrillos en la parte trasera del vehículo, compartían canciones, dormían uno en el regazo del otro. Era obvio que, en las escasas ocho semanas que habían pasado juntos, se habían conocido realmente.

Una noche, antes de regresar a España, cruzamos el oasis en la oscuridad con nuestra bolsa repleta de cervezas. Caminábamos en silencio junto al rumor procedente de las acequias. Sin saber claramente la razón, me sentía triste, melancólica, me afectaban las emociones de la pareja: olía el abandono, la impaciencia, la espera, el ansia, las falsas esperanzas, el desencanto, la separación, el autoengaño. Lo sentía emanando de sus jóvenes cuerpos y revivía en mí viejas situaciones que parecían olvidadas. Y es cierto que había olvidado la situación en concreto, pero la emoción continuaba viva.

Ya en la azotea de la casa en obras, bajo un cielo plagado de estrellas, Graciela confesó que quería seguir viajando. Eso es lo que quiero de verdad, dijo mientras lanzaba el humo hacia arriba, vivir en los sitios, vivir. Lo dijo sonriendo, pero con aplomo.

¿Y Toufik? , pregunté como si fuera yo la abandonada. El chico esbozó una sonrisa dolorosa. Su cuerpo parecía querer hundirse en la noche del desierto. Su delgadez, su aire de chico desvalido.

Graciela se encogió de hombros. Estaba decidida.

Y yo, con una edad cada vez más cercana a la jubilación, supe que mi hija me estaba dando una gran lección: era capaz de soltar, de desafiar al vértigo del cambio. Estaba completamente resulta a ser libre.