hola personas, no pregunto qué tal la semana porque imagino que habrá sido tan espantosamente calurosa para vosotros como para mí. ¡Qué horror!

Esta semana he dividido el paseo en tres.

El primero fue el martes y transcurrió en un edificio que está siendo reformado en la parte vieja. Alguien me sopló que los propietarios habían dejado en un desván algunas cosas para tirar entre las que podía haber algo interesante. Servidor, que tiene un síndrome de Diógenes no diagnosticado, se personó sin dilación en el lugar indicado. Me puse a bucear entre lo que para ellos era basura y para mí posible fuente de tesoros y vi, una vez más, que hay gente con muy poco apego a su pasado familiar. Entre lo arrumbado había cientos de fotos antiguas, del XIX y de los primeros años del XX, que mostraban señoras de polisón, aguerridos militares penúltimos de Filipinas, dignos próceres enfundados en sus fracs, pequeñas fotos de gente lejana con dedicatorias de recuerdo, niños endomingados para ir a casa del fotógrafo a hacerse la foto en la que su infantil imagen perdurará en el tiempo por más que éste, tozudo, los haga envejecer. Había sombreros, sombrereras, vestidos, pañuelos, maletas, libros, cajas, figuritas, una Santa Bárbara, revistas antiguas, calificaciones escolares y un sinfín de cosas más que recogí con presteza y que ya están limpias, relucientes y archivadas.

El segundo paseo de la semana tuvo lugar el miércoles a la noche y no fue nada especial, decidí darlo en el joven y veloz corcel, vulgo bicicleta, y salí de casa dirección plaza de los fueros para meterme en el arbolado de la Vuelta del Castillo en busca del fresco. En un pispás me planté allí y me di cuenta de que mi ingenio mecánico es de pocas luces, mejor dicho de ninguna, o sea que no tiene luz y el camino más cercano a la muralla, que es el que tomé, estaba más negro que el sobaco de un grillo, así que hube de poner mis ojos en modo búho para no estozolarme. De repente una silueta oscura se recortó frente a mí, un paseante se me acercaba, mis ojos de búho funcionaron y en él reconocí a mi amigo Luis, profesor felizmente jubilado, eficaz hortelano y, por lo visto, también paseante nocturno. Paré, nos saludamos, nos hicimos unas risas y seguí mi ruta hacia la negrura. Al entrar bajo ese pequeño bosque que hay un poco antes de la puerta del Socorro estuve a punto de echar pie a tierra porque iba totalmente vendido: no veía nada, pero había buen firme y no hubo sorpresas. Como pude rodee el foso y por fin llegué al Edificio Singular, hice derecha y empecé a subir, la bici delata la cuesta, la todavía avenida de Catalina de Foix, no la quise molestar porque imagino que estará disgustada de que la manden de nuevo a los archivos. He llegado a Yanguas y Miranda para volver a tomar la plaza de los Fueros y tras media hora de pedaleo y la cabeza un poco más fresca, recogerme en mi sombría cueva.

Y, por último, hoy jueves, he ido a lo viejo a hacer un recado y he decidido contároslo. Hoy también he ido asistido de mi bici. He salido de casa a las 10 de la mañana y me he fijado que la gente va y viene a sus cosas, que la ciudad bulle como el resto del año pero me ha llamado la atención la medida en que este calor nos afecta: los movimientos del personal son como ralentizados, pesados, como si nos hubiesen metido piedras en los bolsillos, la vida sigue pero a cámara lenta, incluso los turistas que, madrugadores, recorren la vieja Iruña plano en mano, en más de una ocasión prefieren cambiar un capitel, un claustro o un museo por una cañita bien fresca en un local con el aire bien acondicionado. Observando el pesado movimiento de la ciudad he llegado a mi destino: la cuchillería Caneda de la calle Mañueta, allí he descargado todo mi arsenal de armas blancas para que les diesen el periódico repaso, lo que ellos llaman vaciado y los mortales llamamos afilado; el afilador, en su embajada de Albacete, paraíso de los Siete niños de Écija, ha tomado en sus hábiles manos mi herramienta y me ha dado una hora de tiempo para pasar a buscarlos. He subido la Mañueta pedaleando como he podido, me he presentado en Navarrería y me he acercado a hacer una visita a mi amigo Álvaro en su bonita tienda de Antigüedades Zugarrondo donde podéis encontrar ese regalo especial o esa pieza caprichosa a un precio más que razonable.

Al salir me he acercado a la Plazuela de San José y he tocado el timbre del convento de las Siervas de María, el que hace esquina con la calle del Redín. Una sor me ha recibido y sonriente se ha interesado por el motivo de mi visita, quisiera ver a la hermana Caridad, le he dicho, me ha pasado a una monjil sala de espera y me ha rogado que esperase. La hermana Caridad es una Sierva encantadora, aragonesa ella, octogenaria y que aun trabaja perdiendo noches junto al enfermo que se lo solicite. Ella asistió varias noches a mi padre y lo hizo con tal cariño que le estaremos agradecidos de por vida. Llegó enseguida y se alegró de verme, nos hicimos las preguntas de rigor, le pedí que me enseñase el convento y así lo hizo; me enseñó la galería acristalada y llena de plantas donde ellas pasan los ratos de asueto en comunidad, me enseñó el jardín y la iglesia. Un templo neogótico muy del estilo de quien lo firmó: Florencio Ansoleaga, el historicista. La fachada también tiene toques góticos y renacentistas con arcos conopiales en las ventanas. Es un convento modesto, pero a mí me gusta verlo todo.

Al acabar la visita al convento, como aun me quedaba tiempo, me he acercado a La casa del Óptico, hoy Óptica Rouzaut, allí me han recibido Blanca y Patxi y me han estado enseñando un pequeño “museo” que han organizado con aparatos ópticos, gafas , prismáticos, carteles y un sinfín de cosas pertenecientes al pasado, a su pasado, que han sabido guardar y conservar en homenaje a sus predecesores y fundadores de un negocio que durante tantos años ha dado trabajo y prosperidad a la familia.

D. Esteban Rouzaut era un francés que se presentó en Pamplona en 1864 abriendo una tienda de lentes y gafas de todo tipo en la calle Chapitela nº 21, casualmente la casa donde nació mi madre. Le siguió su hijo Luis que fue un hombre polifacético, tenía una huerta enorme en Echavacoiz donde producía semillas para huerta y jardín que vendía en su óptica, cuentan un “susedido” de un aldeano que le decía a otro: chico esta mañana he ido a comprar unas semillas a casa del óptico y me ha llamado la atención que también venden gafas.

D. Luis era además, por afición, uno de los pioneros en la fotografía pamplonesa y lo era de los buenos. A él le debemos poder tener la certeza de cómo eran aquella calle, aquel rincón o aquella persona. Fotografió la vida de la ciudad en la medida que esta discurría, si pasaba algo digno de mención ahí estaba el óptico con su cámara estereoscópica o su cajón de placas. Hay un libro muy interesante titulado: Luis Rouzaut. Óptico de profesión y cronista de la vida navarra a principios del siglo XX (Saga Editorial, 2010), un verdadero paseo por la Pamplona de las primeras décadas del XX.

A Luis le sucedió su hijo Esteban y a éste sus hijos Blanca e Iñaki que siguen en la brecha.

Acabada mi última visita he vuelto a la Mañueta a recoger mis armas que he llevado de nuevo a su imán. Recado hecho.

Bueno, a ver si esta semana es más clemente y puedo dar un paseo largo y sabrosón para contarlo.

Besos pa´tos

Facebook : Patricio Martínez de Udobro

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