Todo lo que sé de toros lo sé gracias a dos grandes personas: mi padre, que desde niño me hablaba con regusto de tardes de sol, de gestas, de miedos y de miserias humanas, y que me legó una bonita biblioteca taurina; y Carlos Polite, con quien fui a la plaza de toros de Pamplona por San Fermín, a trabajar, durante veinte años exactos y consecutivos, si no recuerdo mal. Bueno, a trabajar y a disfrutar, porque aunque sea opinión hoy a contracorriente, yo sí creo que los toros son cultura, y además un hecho cultural sobresaliente, una liturgia antigua y emocionante que conecta con lo más profundo del ser humano y que tiene una evidente componente estética, que se ve o no se ve, pero que siempre está ahí.

La verdad es que a ambas personas, Joaquín (mi padre) y Carlos (Polite) las cosas a contracorriente no les arredraban en absoluto. Es más, creo que ambos pensaban que había que acometerlas con particular interés. El universo taurino, del que la corrida solo es una pequeña parte, algún día morirá en nombre de no sé qué, de no sé quién, de no sé cómo y de no sé dónde. Yo no me niego a lo inevitable, sobre todo si realmente lo es, pero preferiría, como Joaquín y como Carlos, que si ha de sucumbir lo hiciera por falta de interés, como ha sucedido con tantas otras cosas hermosas a lo largo de la historia. No siempre lo bello ha merecido aprobación generalizada.

También se parecían, Joaquín y Carlos, en ser dos apasionados de lo que les gustaba, y como los apasionados tienen una vertiente didáctica evidente, porque lo que saben quieren transmitirlo, y lo transmiten de modo gráfico y enjundioso, pues a su lado se aprendía mucho, muchísimo, y además tanto de lo obvio como de lo subjetivo, porque en ambas realidades tiene fuerte anclaje el mundillo taurino. Se aprendía de historia, del rico vocabulario, de personalidades, de lances y suertes, de encastes, de vida campera, de mitologías y de tantas y tantas cosas que forman parte de “lo taurino”. Ambos, además, se apreciaban en gran modo, y en otro incluso se admiraban.

El caso es que en los veinte años que fui con Carlos a los toros me enseñó muchas cosas, tantas que no habría sitio suficiente aquí como para enumerarlas. Él era el conocimiento y yo la organización, por decirlo de algún modo, en un equipo profesional que sacó adelante muchas páginas taurinas durante aquella época. Guardo en la memoria decenas de anécdotas y sucedidos de tan largo tiempo, que en estas horas voy contando poco a poco entre sonrisas solo a conocidos comunes, que son numerosos, y aún me veo bajando los dos en moto al periódico tantos y tantos anocheceres tórridos de cuando los periódicos, por San Fermín, aún salían a la calle para los fuegos artificiales. Bajábamos a todo correr, porque la corrida terminaba tarde, había un montón de páginas abiertas y cerrarlas era obligación perentoria. Quiero pensar que aquellas tardes, que luego rematábamos antes de dispersarnos cada cual a nuestros asuntos echando una cervecilla por “su barrio”, le cogió el gusto a ir de paquete sobre dos ruedas (yo conducía), porque muchos años después me confesaría el placer que había sentido en sus últimas vacaciones junto a un buen amigo suyo y componente también de aquel equipo taurino de DIARIO DE NOTICIAS, el también fallecido aficionado italiano Carlo Crosta (fallecido, por cierto, un día de San Saturnino, así de pamplonés era). Un magnífico aficionado, por otra parte, al que tampoco le asustaba moverse a contracorriente. “Íbamos como dos adolescentes”, se relamía Carlos recordando unos días en los que juntos, seguro que entre risas, se recorrieron Milán, la ciudad de Carlo, también en moto y con Carlos de paquete.

Justamente a la vuelta de Milán, donde pasé este último puente de diciembre, me enteré de que Carlos estaba muy enfermo. Por esas cosas que tan a menudo suceden, después de mucho tiempo sin hablar ni con Carlos ni de Carlos, en Milán había charlado de él esos primeros días de diciembre, mientras contaba la anécdota de la moto a mi acompañante, mirando las calles por las que ambos, ya dos señores hechos y derechos, habían derrapado como dos adolescentes. Hoy, quiero pensar que Carlo y Carlos se han vuelto a alinear y a poner en sintonía, anden donde anden, porque por algún lado andan, y que estarán hablando poco probablemente de motos y mucho y con toda seguridad de toros.

En fin, sin grandes alharacas, y dado que me ha tocado hablar de una pequeña parte de la personalidad de Carlos, su afición taurina (pequeña, pero importante, y que por pura pasión también le costó sus disgustos), hoy haremos un brindis por su recuerdo. Y que allá donde esté, reparta suerte, que buena falta nos hace. Y que lo haga, claro está, como siempre a contracorriente.