de enero. Un año sin Carlos Polite. Vaya, qué pronto pasa un año, incluso si es el año, ese fatídico 2020 que ahora se ha puesto de moda decir que fue un año horroroso, el peor de nuestra vida, pero que para muchos tampoco fue tan horroroso ni mucho menos el peor de su vida. Peores tragos han pasado unos cuantos.

Para Carlos Polite probablemente sí lo hubiera sido, y ese es comentario común entre amigos y conocidos. ¿Qué hubiera hecho Carlos en un año en el que la pandemia se ha cebado con todo y con todos, y con el mundo taurino, que bastantes zozobras sufre de un tiempo a esta parte, de un modo particularmente cruel? Porque estas líneas, y otras que las acompañan, vienen a cuento de la desmedida afición -y sapiencia- de Carlos por el mundillo taurino, de las que dejó profunda huella en años y años de sentidas crónicas en las páginas de este diario.

Junto con el flamenco y la lectura, los toros fueron quizá la mayor afición de quien durante tanto tiempo ejerciera como crítico taurino de este periódico y como aglutinador de un equipo amplio que cada San Fermín se desplegaba para intentar acercar al lector todo lo que ocurría en la plaza entre bípedos y cuadrúpedos, que era la manera satírica que tenía él para referirse a toreros y toros. Y un año no sin toros, sino con todo lo que se ha avecinado sobre este universo, hubiera sido para él un drama tremendo, difícil de digerir, inmerecido, solo paliado porque al menos hubo una intensa producción editorial (lo de los libros taurinos es un fenómeno que hay destacar, por su antigüedad, amplitud, variedad y calidad), y hay alegrarse dentro ella por todo lo referente a Joselito el Gallo, que ha sido mucho, porque en 2020 se celebraba el centenario de su trágica muerte en Talavera de la Reina con apenas 25 años. Pero los libros solo han sido una gotita de azahar en un océano de amargura, poco para calmar las ansias de embestida, floritura y sentimiento que Carlos desarrollaba desde que comenzaba la temporada hasta que decía adiós con los primeros fríos.

En 2020 no solo se suspendieron ferias y corridas a puñados, sino que hubo muchas consecuencias colaterales terribles: toros pasados de edad y por lo tanto inhábiles para la lidia que han conocido suertes ruines, e incluso reses muertas de hambre ya que sus propietarios no pudieron alimentarlos correctamente por los muchos problemas económicos que han sufrido (las fotos al respecto que vimos hace poco eran tremendas), además de carreras profesionales detenidas (lo que en muchos casos equivale a truncadas), personal de todo tipo pasándolas canutas (esto, como en casi todas las profesiones), incertidumbres ante un futuro que no se sabe si será siquiera parecido a lo que había, y aficionados privados de una gasolina fundamental dentro de su vida cultural. Porque es lo que tiene el mundo taurino: hay quien lo detesta, pero para quien lo ama es uno de sus grandes amores, y además un amor apasionado y sincero, muy alejado de los gruesos adjetivos que habitualmente utilizan sus detractores, esos que se consideran defensores de algo, con todo el miedo que dan muchos defensores.

Carlos era uno de esos amantes apasionados que han desarrollado una conexión íntima con un universo feraz y desbordante lleno de encastes, de glorias y fracasos, de trebejos, de emociones, de soles y luces, de muerte como parte fundamental de la vida. Un universo tan rico que incluso tiene su propio lenguaje, porque hay que manejar un diccionario de términos taurinos para comprobar que la fiesta no es ninguna broma y a ningún efecto, sino un patrimonio tan inmenso como para generar diccionarios. Que por cierto, Carlos manejaba con soltura y erudición.

Fueron los pasados unos no sanfermines sin la voz de Carlos, y por ese no celebrarse se notó un poco menos su ausencia. Los próximos parece que serán iguales en su no existencia, y nuevamente echaremos de menos, aunque con la sordina de la suspensión, la voz de quien fuera un enorme aficionado, su sonrisa socarrona entrando al tendido, su verbo ágil, su crítica con retranca y desde luego sus páginas en papel prensa, aunque no lo haremos al dirigirnos al tendido en tarde de un julio reventado por el ruidoso sopor de la fiesta, sino quizá desde una playa si los desgraciados controles perimetrales nos han dejado llegar a ella. Este hubiera sido otro drama para Carlos: dos años sin San Fermín, vaya papeleta.

En fin, que ha pasado un año, además año pandémico, y la huella de Carlos sigue flotando por entre las realidades de quienes le quisieron. Esa pandemia que no vio, y es la única suerte de toda esta historia, y que impedirá también un recuerdo sencillo de grupo, quizá apenas un brindis, sin más. Queda postergado para cuando todo esto concluya, y con toda seguridad para los Sanfermines de 2022. Que sí serán, eso es seguro, y esperemos que dejarán clarito que nada se ha derrumbado del todo en ese universo que Carlos tanto amó.