l doctor Pablo Larraz no le confortan los aplausos de las ocho de la tarde. La tristeza y la frustración le acompañan desde hace más de un mes. Las nubes amenazaban tormenta en Cáseda, un pueblo en la Merindad de Sangüesa que se alza en lo alto de un cerro, en la margen izquierda del río Aragón.

Operarios vestidos con buzos blancos y mascarillas fumigan las bocas de riego cerca del puente de piedra medieval, que sirve de acceso a la localidad. Las calles están desiertas y en el consultorio médico cuelga un cartel que dice: "No acudan a la consulta, llamen primero por teléfono".

El 12 de marzo, el doctor Pablo Larraz, de 45 años, y la enfermera Tere Leache, de 54, diagnosticaron el primer caso de COVID-19 en el pueblo. El médico califica el último mes como el más difícil y duro en sus diez años de experiencia en este centro de salud de Cáseda. Han fallecido ocho personas por causa de la pandemia y 41 personas han sido diagnosticadas clínicamente con COVID-19. Para un pueblo pequeño, de 970 habitantes, ocho muertos por coronavirus en menos de un mes "pesan como losas". Tienen nombres y apellidos "porque no se me mueren pacientes, se me mueren amigos", lamenta Larraz.

Tan solo dos de los ochos muertos están dentro de las estadísticas oficiales, según el doctor Larraz. A los otros seis no se les realizaron pruebas PCR (análisis que permite detectar fragmentos del material genético de coronavirus). Los protocolos de sanidad, en las primeras semanas de la pandemia, sólo contemplaban hacer pruebas PCR a quien presentara síntomas claros de COVID-19 (tos, disnea, fiebre), o a quien hubiera tenido estrecho contacto con personas con diagnóstico positivo, continúa explicando Larraz.

"Íbamos siempre una semana por detrás de cómo se estaba desarrollando la enfermedad. Ni siquiera a nosotros nos hacían las pruebas PCR". Los protocolos se han ido modificando y ahora las sintomatologías son más amplias para solicitar pruebas". Así mismo, recibieron test rápidos para el personal sanitario en la consulta el pasado 17 de abril. Los test rápidos son pruebas serológicas. Su función es detectar los anticuerpos generados a partir de la respuesta inmunológica generada con una muestra de sangre.

En el interior del consultorio médico en Cáseda reina el silencio. Las sillas vacías desprenden olor a desinfectante. El doctor Larraz y la enfermera Leache se visten con buzos de protección para realizar una visita a domicilio. "Ahora, al menos, tenemos equipos de protección", dice con alivio la enfermera.

Durante un mes aseguran haberse enfrentado al virus con su "propios medios". Las dos primeras semanas reutilizaban mascarillas del tipo FFP1 (78% de eficacia de filtración mínima, 22% de fuga hacia el exterior). Las desinfectaban con alcohol.

"Solicitamos material en diversas ocasiones a Salud Pública pero no nos han llegado mascarillas hasta el 6 de abril", explica Leache. "Nos salvaron unos trajes para el ébola que encontramos en el almacén", continúa detallando. Se trataba de unos trajes utilizados durante un entrenamiento ante el brote epidémico en África Occidental en 2014. La generosidad de los vecinos hizo el resto.

Algunas empresas locales les donaron buzos de protección y mascarillas FFP2 (de mayor protección), e incluso un joven del pueblo costeó de su bolsillo y fabricó unas pantallas faciales de plástico para ellos. Sanidad advirtió a los médicos sobre el riesgo de usar material no homologado. "No teníamos otra cosa, así que tuvimos que usar este material", aclara el médico."Teníamos miedo a contagiarnos en esos momentos de colapso, porque encontrar un médico sustituto para esta zona hubiera sido imposible y todavía, a día de hoy, lo es".

Médico y enfermera terminan de vestirse . Larraz se ajusta la máscara de doble filtro y pantalla, otra donación. Ambos salen del consultorio enfilando la cuesta arriba hacia un domicilio. En el trayecto, un vecino detiene su coche y le entrega un informe al doctor. Mientras prosiguen su marcha, lo examina: "Son buenas noticias". Al doblar la esquina de una calle angosta, otra vecina de pelo rojizo, Coro Alzórriz, les saluda apoyada en el quicio de una puerta.

-"¿Cómo te encuentras, Coro?", pregunta Pablo.

-"Ya voy mejor", responde ella. Coro, de 55 años, se recupera tras haber permanecido ingresada en el hospital por una neumonía con síntomas de COVID-19. Pero su verdadero drama es otro: en menos de una semana ha perdido a su padre y a su madre a causa del coronavirus. "Mis padres tenían una calidad de vida increíble, pese a su edad", cuenta. A su padre lo incineraron. No hubo velatorio. "A mi madre, cuando falleció, se la llevaron y en una semana no supimos dónde estaba su cuerpo". La saturación de los crematorios hizo que la trasladaran a Tudela. "Nadie nos avisó de esto", lamenta.

A la desgracia por la pérdida de sus padres se une el vacío espiritual. Las personas religiosas como ella no han contado con un sacerdote que pronunciase el correspondiente responso o impartiese el sacramento de la extremaunción. "Cuando murió mi padre llamamos al cura y el cura no vino. Y no tocaron las campanas a muerto ni nada". La figura del cura en este pueblo ha sido sustituida en el cementerio por un agricultor que fumiga el suelo al paso del féretro. Tan sólo tres familiares pueden acercarse a unos metros. Y una misa por Facebook, oficiada por el párroco de San Lorenzo de Pamplona, ha sido el único homenaje para éstos y otros difuntos.

El consuelo de Coro es pensar que sus padres no murieron solos en una habitación de hospital. Ése ha sido uno de los mayores dilemas a los que se han enfrentado el doctor Larraz y la enfermera Leache. "Cuando veíamos una persona en estado muy grave y con posibilidades altas de fallecimiento hablábamos con su familia. Sabíamos que los hospitales estaban colapsados en la ciudad y había muchas posibilidades de que los enfermos fallecieran solos. Había que sopesar todo con la familia", explica Larraz. "Son decisiones duras. Me conocen desde que era pequeño, mis abuelos eran de aquí".

El médico y la enfermera se despiden de Coro y siguen su camino hasta la casa de otro paciente. "Lo peor de todo esto para nosotros es que no podemos darles un abrazo", revela Leache. Desde hace años siempre hemos ido a todos los funerales del pueblo a confortar a la familia. "Se nos está yendo la generación que luchó por que tuviéramos una vida mejor", interviene Larraz. "Los estamos enterrando corriendo y en silencio, sin homenajes, como si fueran apestados".

Pablo Larraz y Tere Leache prosiguen su camino. Unos metros más adelante, pasan ante la casa de Blas. El colapso de los servicios de emergencia en aquellos momentos impidió que otro de los fallecidos del pueblo, Blas María Gorraiz, de 72 años, consiguiera una ambulancia para ir desde Cáseda al hospital de Pamplona.

Fue su propio hijo Samuel quien lo llevó en su coche. Lo ingresaron en planta, tras horas en urgencias, con una pancreatitis que desembocó en su fallecimiento al día siguiente. "No tuvo ingreso en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI); lo pasaron de planta a observación, pese a que se puso muy mal y no podía respirar", dice Samuel. Según explica, en ningún momento les informaron si la UCI estaba saturada, tan sólo les expresaron que pensaban que era mejor no llevarlo por su edad y por su condición. La familia no encuentra consuelo al pensar que un ingreso en la UCI podía haberle salvado la vida. "Somos víctimas colaterales de todo esto", dice Samuel con tristeza. "Y encima no puedo abrazar a mi madre porque teme que la contagiemos y le ocurra lo mismo que a mi padre".

Mientras caminan por las calles estrechas, médico y enfermera hablan con optimismo: parece que no hay nuevos casos en el pueblo. Sin embargo, Pablo Larraz no puede evitar recordar la noche más aciaga de este último mes. Recorría aquel mismo escenario, a medianoche, enfundado en el traje para el ébola. Caminaba solo, con la única compañía del eco de sus pasos, rumbo a otro hogar para certificar una muerte. En las ventanas, algunas sombras se asomaban curiosas tras las cortinas. Y una fina lluvia empapaba sus gafas de protección. Postrada en la cama, una persona amiga que de niño le vendía cochecitos de juguete. Al otro lado de la puerta, un familiar esperando para poder ver a su pariente, por última vez, desde lejos. Y en sus manos€ En sus manos la responsabilidad de moldear ese último encuentro, de la manera más amable posible que permitía el momento, retocando a esa persona que acababa de fallecer con la impotencia de no poder consolar físicamente al familiar, al amigo.