er optimista, llevar una vida tranquila y comer mucho chocolate". No hay mejor consejo para llegar tan feliz y satisfecho a los 100 años como el de Jesús Subiza Errea, uno de los chocolateros más longevos de Europa, que presume de desayunar todos los días un tazón de chocolate con leche.

Orgulloso de su familia, de la continuidad de su negocio en Pamplona y de sus queridos clientes que siempre ha considerado amigos, este originario de Erro llegó ayer al centenario de vida rodeado de sus tres hijas y cuatro nietos, para los que su abuelo es alguien especial y muy querido. Su familia tenía todo preparado para su fiesta de cumpleaños, pero, lamentablemente, Jesús no tuvo uno de sus mejores días y no pudieron inmortalizar el momento en una instantánea.

Hasta hace tres años, Jesús frecuentaba diariamente la tienda de la calle Amaya. Solía sentarse en su pequeño despacho para atender las llamadas y estar al corriente de los pedidos, pero con lo que realmente disfrutaba era conversando con los clientes. Por eso, siempre dejaba la puerta entreabierta. "Estoy muy agradecido por su fidelidad. Durante tantos años en la tienda he visto crecer a familias y tenemos clientes de tres generaciones. Es una suerte porque, además de clientes, son amigos", confiesa este grandísimo conversador que goza de una memoria envidiable.

Sin embargo, en el último trienio la vida le ha puesto a prueba y ha tenido que enfrentarse a una apendicitis y a un infarto. "He tenido mucha suerte porque he gozado de buena salud. Tengo que agradecer a todo el personal sanitario que siempre me ha tratado con mucho cariño", expresa. Por suerte, el coronavirus no ha llamado a su puerta, pero sí le ha impedido saborear esos pequeños placeres que le daban la vida: sus visitas a la tienda, sus ratos con sus amigos José y Remigio en los bancos de Carlos III y los encuentros en familia. "Echo mucho de menos la charla con mis amigos. También mis nietos vienen menos a visitarme", lamenta.

Pero, a pesar de las limitaciones, su familia afirma que "siempre está contento y de buen humor". "Nos ha enseñado mucho del chocolate y sobre todo de la vida. Nos reímos mucho con sus anécdotas, es un placer estar con él. Nos da una lección de vida cada día", reconoce María Jesús, una de sus tres hijas.

El comercio de la calle Amaya funciona como obrador y tienda desde 1958. Foto: Unai Beroiz

Jesús recuerda su infancia feliz en el pueblo, donde vivía con sus padres y sus cuatro hermanos. Entonces en Erro había un centenar de niños y hacían la vida en la calle; en invierno jugaban a lanzarse bolas de nieve, en verano, iban al río a bañarse. "Después de jugar, iba a casa y ayudaba a mi padre en alguna tarea. Lo que más me gustaba era moler canela en el molino de piedra", confiesa Jesús.

Desde siempre, su vida ha estado ligada al chocolate. Su bisabuelo Manuel había fundado Chocolates Subiza en la Casa del Alpargatero de Erro, allá por 1841. Desde entonces, el negocio fue transmitiéndose de generación en generación y, con tan sólo 13 años, Jesús ya comenzó a trabajar en la empresa de su padre, que entonces ya se había trasladado a la Casa del Cerero. Allí regentaban, además de una tienda de ultramarinos y una cerería, el obrador donde Jesús aprendió y gestó su entusiasmo por el chocolate. "Aprendí mucho con mi padre, de chocolate y de la vida. Decía que, para hacer un buen chocolate, se necesita buen cacao y mucho tiempo", destaca Jesús.

Fueron años muy boyantes para el negocio. Jesús recuerda que las mujeres eran muy buenas clientas -la más especial, sin duda, Eufemia Espinal, de Bizkarreta-Gerendiain, quien más tarde sería su mujer-, así como los canónigos de Roncesvalles, a quienes les gustaba el chocolate con un porcentaje más alto de cacao y quienes después darían nombre a una de las especialidades de Chocolates Subiza. "Se comía mucho chocolate, sobre todo las mujeres. Era costumbre que cuando daban a luz y hacían la presentación en la iglesia, las vecinas les regalaban una gallina y una tableta de chocolate", rememora.

Sin embargo, la llegada de la guerra civil, la no menos dura posguerra y la muerte de su padre en 1953, hizo peligrar el negocio del chocolate y le obligó a él y a su hermano Gerardo a trasladarse en 1958 a la capital para continuar con el trabajo, despidiéndose para siempre de su amado pueblo. "Fue una decisión difícil de tomar, pero acertada. El momento era muy complicado porque en Pamplona había más de 13 obradores de chocolate y había mucha competencia, pero nos apoyábamos mucho", recuerda.

A base de constancia y trabajo, este centenario fue encaminando su vida y su carrera en Pamplona hasta llegar a convertirse en un referente de la industria chocolatera. Superó momentos difíciles, pero jamás se quejó de nada y supo salir airoso aplicando las enseñanzas de su progenitor y experimentando todo tipo de técnicas. Porque trabajar como chocolatero ha sido para él su gran pasión, una forma de vida, y así se lo han reconocido en contadas ocasiones. "Más que un oficio, ha sido una gran afición heredada por mi familia que me ha dado muchas satisfacciones", concluye. Cien años de una vida plena, exitosa, ligada a una gran pasión y habiendo construido una familia unida que ha continuado su legado son suficientes motivos como para reafirmar que el chocolate le ha deleitado con la mejor de las recompensas.

"He visto crecer a familias y tenemos clientes de tres generaciones. Es una suerte porque, además de clientes, son amigos"

"Con el covid, echo mucho de menos la charla con mis amigos. También mis nietos vienen menos a visitarme"

"Más que un oficio, ser chocolatero ha sido una gran afición heredada por mi familia que me ha dado muchas satisfacciones"