A las 13.30 en punto, Ana Landa Lorés pasa el pestillo de la puerta y baja la persiana del escaparate que anuncia la Navidad. Es parte de la rutina de un día más que se suma a los 36 años de trabajo en Aramendia, la conocida pastelería propiedad de su familia en su Sangüesa natal. Un día más, o un día menos, según se mire porque 2022 será el año de su jubilación, y, sobre todo, el año en el que Aramendia dirá adiós a un siglo y cuarto de actividad comercial y pastelera.

En tiempos de guerra y de paz, de crisis y de progreso, tres generaciones han abierto sus puertas y hoy, el ciclo de 124 años toca a su fin tras una meditada decisión en la que han influido varios factores. El cierre da de sí para hablar de cuestiones económicas y laborales, de cambio de modelos de vida y de transformación social. Pero entre todos ellos, entraña la cuestión personal y humana.

Ana sale y entra con garbo del obrador artesano para atender a la clientela, prepara y entrega los pedidos, recoge los encargos, sirve los cafés, ayuda en todo lo que haga falta. “Hace un trabajo tremendo, vale por dos. Sustituirla es complicado”, comenta su hijo Iker, al tiempo que se aparta para dejarle paso. Hijo también de Juan Pedro Aramendia García, le tomó el relevo cuando se jubiló, hace ocho años.

Solo han pasado cinco desde que invirtieron en el establecimiento, un local con alma, que da vida a la calle Mayor de Sangüesa. Cálido y dulce, habla de aromas de generaciones, de comercio familiar, de oficios tradicionales con elementos de otras épocas, de pueblo y de comarca. Cuenta con más de un centenar de recetas propias con las que elaboran pasteles , pastas y tartas que son cierre de mesa en las celebraciones familiares; roscos, merengues y turrones para las fechas señaladas en el calendario del año.

“He soñado con que esto fuera humanamente posible”, expresa Iker. Reconoce que el trabajo y la entrega constante han desgastado la ilusión inicial. También la dificultad de continuar como hasta ahora. “La pastelería en un pueblo es posible, pero no así ”, resume.

En Aramendia llegaron a trabajar diez personas y a tener 300 recetas. Hoy solo la atienden tres, dos de la misma familia y las han reducido al centenar. “La ama es un elemento vertebrador y para trabajar bien, tendríamos que estar cinco personas, y no encuentro personal”, lamenta. Tres años intentándolo, le llevan a la conclusión de que “es difícil encontrar mano de obra especializada y estable, gente formada. La pastelería es una empresa pequeña, rural, artesana y especializada” sintetiza. Y la frase contiene la realidad de la dificultad y conecta con otros deseos y modelos de vida que miran hacia la ciudad, hacia el trabajo por cuenta ajena en las grandes superficies. La reflexión incluye la atadura de trabajar todos los fines de semana, que no es nada atractivo.

En la decisión familiar han sido determinantes además, la falta de formación en oficios, el riesgo del emprendimiento sobre todo en el ámbito rural, el alto nivel de exigencia por parte de la Administración y la constatación de que su respaldo es insuficiente. “Sentimos que el apoyo administrativo potencia y pone su punto de mira en lugares que ya tienen cierta fuerza y garantías. Lamentablemente, el sector pastelero rural no es uno de ellos”.

La historia de la pastelería Aramendia, como toda la del pequeño comercio, se escribe a base de adaptación y resiliencia. “Aquí se ha luchado, nos hemos formado, subido al carro de la producción I+D+i, y renovado en un férreo intento de mantenernos. Y la lucha agota”, asegura Iker. En este tiempo, su mayor estímulo ha sido la clientela, “excelente y variada. Un lujo de este oficio”, expresa el pastelero firmemente convencido.

VIABILIDAD Estudios de viabilidad e informes económicos avalan la actividad artesana y comercial. “Nos vamos satisfechos de ofrecer un producto bueno a un precio nada desorbitado”, subraya, así como el hecho de que se enmarca en una estructura laboral concreta que no se sostiene con tres personas.

Antes de llegar al cierre, han barajado otras fórmulas, e incluso, la posibilidad de revocar la decisión si cambia la perspectiva. “No descartaría la opción de seguir si aparecieran personas dispuestas a trabajar aquí, pero yo no las he encontrado”, insiste Aramendia, al tiempo que deja un resquicio.

Flanqueado por sus padres, no oculta la emoción del papel que representa, el final de un ciclo que ha superado el centenario. El fuerte vínculo con la tradición familiar, su propio mundo que ha girado en torno al oficio y al comercio local. Es tiempo de decisiones importantes y en el obrador las voces suenan unánimes. Los tres se tienen en cuenta y esperan que sea lo mejor para todos.

“Llevo aquí toda mi vida y me da pena, pero yo quiero lo que sea mejora para él”, declara Ana.

“Primero le tocó al aita, y ahora le toca a la ama. El cierre representará para ella una jubilación verdadera. De otro modo, no se podrá liberar y tendrá que venir a echar mano una y otra vez”, añade Iker.

ADAPTACIÓN La voz profunda de Juan Pedro suena aquiescente. Recuerda bien los tiempos en los que en Aramendia trabajaban coralmente hasta 10 personas. “Cuando yo entré éramos incluso más porque aquí había también una fábrica de caramelos”, sostiene. Era el año 1963, rememora. Los caramelos llegaron a Aramendia por su origen comercial: una cerería. En el 64, prosigue Juan Pedro, la plantilla se redujo “y el 65 la fábrica de caramelos desapareció (...) y acabó siendo una pastelería”, refleja. Los años siguientes de conversión industrial y el inicio de la década de los 70, con la crisis del petróleo, no fueron sencillos para los comerciantes de su tiempo. “Fue una crisis muy gorda. Cambió todo, pero fue un tiempo bonito, se trabajaba mucho pero se vendía bien”, sintetiza.

Entonces, Aramendia convivía con otra pastelería en Sangüesa, Oneca, ya cerrada. Ahora el tiempo y los deseos de las personas han cambiado. Mucha gente, defiende Juan Pedro, prefiere un empleo poco formado, cómodo y que le dé un dinero suficiente.

“A mí, en torno a los 40 años, también me dieron ganas de tirar la toalla, porque veía que esto era para toda la vida. Sábado, domingo, sábado, domingo...”, reconoce sincero Juan Pedro, aunque expresa a su vez que tener vacaciones en septiembre y en enero tampoco ha estado mal.

Cuando estuvo al frente de la pastelería vio de primera mano la proliferación de la repostería industrial. “Se ha extendido comprar pasteles congelados, que pueden estar buenos pero no siempre”, resume y lanza una crítica que revaloriza al pastelero artesano: “Cuando la gente en una pastelería te dice cómo quiere la tarta, no se acuerda que en el supermercado coges lo que hay”.

El problema de cerrar, dice entre risas, es más suyo. “Me gusta esto y me gustan los buenos pasteles (ríe)... pero no quiero que nadie a mi alrededor lo pase mal por esto”, concluye Juan Pedro, tercera generación de la familia.

El recorrido por la historia de Aramendia es un canto al un cambio de un modelo de vida y de costumbres de oficios desarrollados desde finales del siglo XIX, a lo que va del XXI. Y es también una reflexión sobre el nuevo consumo. Gentes hechas a sí mismas, han visto pasar la vida por generaciones al otro lado del ventanal, se han diversificado, reinventado y han dejado un legado comercial que va perdiendo fuerza a medida que la sociedad cambia y se vacían los pueblos.

Como otras familias de pequeños comerciantes, los Aramendia-Landa han compaginado su trabajo con la vida familiar: de la casa al obrador y viceversa. Una entrega total. Y en este caso, además, han participado activamente en las diferentes manifestaciones de la vida cultural y social de la ciudad.

En estos días, Iker piensa inevitablemente en su hijo que moldea con sus manos con arte, y en el juego de las emociones, se asoma con claridad la vida que reclama respirar nuevos aires.

En el centro de la tarta que decora con mimo heredado, hoy le toca escribir con chocolate la palabra aceptación. Y sobre el fondo de crema tostada, se traza el futuro. Adiós a los barbos de hojaldre y merengue, pasteles, tartas, turrones y otros productos, que dejan para siempre el inolvidable y dulce sabor de Aramendia en el paladar.

UN CORAZÓN QUE SE APAGA

Adiós a las pastelerías de la Comarca. El anuncio del cierre de la pastelería Aramendia es un añadido a la realidad de que los pueblos se quedan sin tiendas, sin estancos, sin cines y sin escuelas. Tener una pastelería como esta es un lujo, un establecimiento en el centro de la calle Mayor, luz y vida para una población y una comarca. Antes que Aramendia, en Sangüesa cerró Oneca, y en el vecino Lumbier, Casa Maquírriain, otra pastelería artesana, bajó su persiana. Cuando lo haga Aramendia, no habrá un establecimiento de este tipo en toda la Comarca. Y como tantos otros productos, los pasteles llegarán también de Pamplona.