Se acercan las fechas de los reencuentros, abrazos, celebraciones, excesos… En mi casa las Navidades suceden invariables con el paso del año como si viviésemos detenidos en el tiempo, cual día de la Marmota, y solo viésemos cambiar pequeños detalles que la convierten algo diferente, pero casi idéntica a las navidades pasadas.
A principios del mes de diciembre, la abuela (una excelente alquimista de los sabores) comienza la preparación de los innumerables fritos con los que nos deleitará para los banquetes navideños. ¡Jamón, calamar, queso, pimiento, gamba… no hay sabor que se le resista! También preparará calamares en su tinta (sabe que son el plato favorito de su hijo pequeño), crema de pescado (el manjar más preciado para sus nietos) y un festín sin fin para el disfrute del paladar de la familia.
Mientras esperamos la llegada de la mágica noche del veinticuatro, se suceden los mismos acontecimientos con las mismas frases y protagonistas de todos los años. “¿Irá tu tío a encargar el cordero?”, “¿Has comprado el cardo?”, “¿Entonces venís a cenar el 24 o coméis el 25?”, “¿No deberíamos reducir el número de platos?, ¡Menuda barbaridad!”. Son algunos de los clásicos habituales de nuestra familia en las vísperas festivas.
Pero al fin, llega el momento más esperado. Es Nochebuena. Mis padres y mis tíos llevan toda la tarde preparando la mesa, ultimando los aperitivos, la cocina… El mantel navideño luce elegante e impoluto en el salón. Está embellecido con la mejor cubertería y la decoración navideña requerida para la ocasión, esperando impaciente su gran momento del año: la llegada de los numerosos invitados que, tras unos minutos en la mesa, salpicarán en él gambas, vino, champán, sorbete… en una fiesta gastronómica sin igual.
Sobre las nueve de la noche, suena el timbre y todos cantan al unísono: “La abuela”. Esta mañana fue a la peluquería y viste, presumida, con su falda favorita, sus medias oscuras, cartera y funda de las gafas en mano, entra saludando a los adultos de la familia. Mientras, de reojo, va mirando que todo esté correcto, en su sitio, que no haya ningún fallo. Pregunta si alguno ha visto el discurso del monarca (creyendo que este año, quizás, algún familiar sí iba a poder compartir impresiones con ella). Pregunta cuándo llegarán sus bisnietos y se sienta en el sofá a la espera de recibir al resto de familiares que vienen de festejar el tardeo de nochebuena. A la llegada de cada uno de ellos, va comentando: “¡qué contento viene mi nieto!”, “qué coloretes traes” … ¡No se le escapa una!
Durante la cena, recuerda que se convirtió en madre una nevada Nochebuena hace ya unos cuantos años (aunque por ti no pasen los años, mamá). No pierde detalle de las conversaciones y los chascarrillos de turno en los que hay que recular en la conversación y matizar para que comprenda al protagonista. “El hermano de la tía Aurora, mamá”, “El hijo de la Angelines que se fue a trabajar al extranjero”, “El pariente de Tafalla” y sucedáneos.
Tras la cena llega el plato fuerte. Abrimos el cajón instrumental y las panderetas, maracas, cascabeles dan paso al acordeón, piano, trombón y al cajón flamenco ¡que somos nietos de El Calé y eso se nota! Los tradicionales villancicos dejan paso rápidamente a los clásicos de Sabina, Xabier Lete, Estopa, Vicente Fernández o Leiva (nuestro mejor hit, no hay manera de olvidarse de él). Surgen los mestizajes habituales con un Txoria Txori rumbero o una Salve Rociera a la navarra en el que mi tía pone todo el arte y empeño del mundo subida a la silla cual Rosario Flores en efervescencia. Nos canta y baila ante las palmas y carcajadas del resto de familiares y con la mirada lagrimosa de la abuela que, aunque sigilosa y observadora, no puede disimular lo orgullosa que está del artisteo familiar.
Van pasando las horas, entramos en la madrugada y las canciones no cesan. La abuela, de vez en cuando, repite eso de “una canción más y me voy”. Lo volverá a decir una hora después. Mientras, el repertorio avanza, innova, falla, vuelve a aquellas canciones que suenan bien, retornan los villancicos, improvisamos… Las carcajadas, los chistes y la magia de esta noche es indescriptible al igual que el orgullo de ver a la abuela disfrutar de su familia.
Esta Nochebuena será diferente. Las Navidades cambian y se vuelven tristes cuando hay sillas vacías en la mesa. Han pasado tres meses y todavía no me puedo creer que no estés, que no vayas a darnos tus abrazos ni tus besos que tanto nos llenaba de energía. En nosotros viven tus frases, tu voz, tus gestos… también tus emociones y sentimientos, pero es duro no verte y no decirte todo lo que te queremos y necesitamos cerca. Siempre has estado orgullosa de tu familia y presumías de la jarana musical que se armaba en casa cada año. Solías repetirnos que, cuando no estuvieses, teníamos que seguir cantando y bailando, como lo habíamos hecho siempre. No te mereces que no cumplamos tus deseos a pesar de que será muy difícil poder desanudar nuestra garganta y fingir que el grupo de baile y cante familiar está al completo, cuando nos falta la directora.
Las sillas vacías en Navidad son duras y, realmente, el tiempo nunca consigue ocupar su espacio. El recuerdo de quienes ya no están presentes nos rompe en mil pedazos (especialmente en estas noches familiares). Ojalá la inteligencia artificial nos permita algún día poder abrazar de nuevo a aquellos seres queridos que ya no están, oler su perfume, sentir su piel…eso sí sería una noche mágica de verdad. Mientras tanto, su recuerdo nos hará sentirles presentes, con nosotros, aunque en la engalanada mesa veamos que hay una silla vacía.
En recuerdo de mi abuela, Alejandrina Zúñiga, fallecida el 19 de septiembre.