LOS últimos meses han sido testigos de varias revoluciones, casi siempre pacíficas. Cada acontecimiento es distinto, pero aparecen puntos de contacto. Ante las crisis y la falta de recursos morales, se difunde el malestar y los ciudadanos buscan soluciones. El poder de los sin poder, de los rebeldes y los descontentos, armados por medios sociales, cada vez es mayor.

Se han ido sucediendo acontecimientos transformadores: las revoluciones de colores en Ucrania y Georgia y del cedro en Líbano; la crisis financiera de 2008 y el caso Strauss-Kahn (el presidente de la mayor entidad global de regulación de la economía); las protestas ciudadanas en Islandia contra los banqueros ante la bancarrota del país; la emergencia y desarrollo de los tea parties; la revolución de los jazmines en Túnez y la de la Plaza Tahrir en Egipto, en lo que se da en llamar primavera árabe, acompañada por movimientos en todo el Norte de África y Oriente Medio, desde Libia a Bahrein, pasando por Yemen y Siria; las movilizaciones masivas organizadas desde Facebook contra las FARC en Colombia en 2008; la reunión de más de millón y medio de jóvenes de todo el mundo para escuchar a Benedicto XVI en Madrid; los disturbios de este verano en Londres y otras ciudades inglesas donde grupos de jóvenes con Blackberrys pusieron en jaque a Scotland Yard durante horas; o las manifestaciones y acampadas desde la Plaza del Sol a Wall Street y la globalización del movimiento de los indignados en las manifestaciones del 15 de octubre.

Son movimientos heterogéneos, que aúnan diversos eventos con el protagonismo de Facebook, Twitter, teléfonos inteligentes, blogs y otras formas de comunicación digital. Gracias a la comunicación digital, el punto de gravedad pasa de las autoridades a las calles. Estas revoluciones ciudadanas son, en líneas generales, una buena noticia para la sociedad civil porque hablan de comunidades que buscan respuestas y quieren salir de la siesta colectiva, del botellón mental. De hecho, estas crisis pueden servir para corregir excesos del pasado, en un momento que reclama austeridad, trabajo y ahorro. Pero yendo más al fondo de la cuestión, los ciudadanos detectan que si la política no se basa en la justicia cada día será menos relevante.

En todo caso, protestar no es suficiente. Es necesario proponer soluciones, mejorar personalmente, trabajar más, y dejar de echar la culpa al sistema, defendiendo privilegios y derechos adquiridos. Hay que pasar de las emociones a las reformas. El mercado y la política necesitan una razón ética. La autorregulación no es suficiente. Para que haya verdadera justicia es necesario añadir solidaridad. Y la solidaridad es en primer lugar que todos se sientan responsables de todos. Por eso no puede delegarse solamente al Estado.

El talento y el capital humano no nos faltan, pero habrá que hacer sacrificios. Ni los políticos ni el mercado por sí solos nos sacarán de ésta. Llega la hora del compromiso, la honestidad y la responsabilidad. La justicia y la verdad deberán estar de nuevo en el centro de la conversación. Como recuerda Benedicto XVI, la crisis es, sobre todo, una crisis ética. Sin valores, ni la economía ni la política pueden funcionar.

Francisco J. Pérez-Latre

Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra