gArzón ha pasado de juez estrella a juez estrellado. Lo dice él mismo. Está bien reírse de vez en cuando de uno mismo. Ya el mismo apelativo de juez estrella da que pensar. Se refiere a los tiempos de glorificación política y mediática de aquellos que hacían y deshacían a sus anchas amparados en el poderoso fortín de la justicia de excepción de la Audiencia Nacional. La glorificación, claro, se mantuvo -Garzón llenaba páginas de periódicos, espacios radiofónicos y platós de televisión- mientras sus decisiones caían bien, se ajustaban a lo que se espera de un modelo judicial sometido a las directrices de la política, en el que se anula la separación de poderes democrática. También les pasó a otros. Garzón fue juez estrella mientras sirvió desde su impunidad judicial a determinados intereses políticos, económicos, judiciales o mediáticos, ya fuera para dar la puntilla a la decadencia felipista -en la que él mismo había participado como alto cargo en el Gobierno de González-, o para inventarse y tratar de dar apariencia legal al todo es ETA, o para mirar hacia otro lado ante las denuncias de malos tratos y torturas. Pero cometió el error de creerse que su impunidad era eterna. Se equivocó: arremetió contra los crímenes del franquismo, aún amparados por el sumiso silencio del Estado, y acabó estrellado en el banquillo del Tribunal Supremo. Su paso por la política, la judicatura y la Audiencia Nacional recuerda al protagonista de la famosa serie de la BBC de los 70 Caída y auge de Reginald Perry. Y ya estrellado, Garzón reclama ahora atención y credibilidad para Otegi, al que envió a prisión por hacer política para alcanzar el fin de ETA y la paz.