lA decisión de la Fiscalía del Estado de amparar la investigación judicial en las causas abiertas por el robo de bebés entre 1959 y 1990 hace justicia a la reivindicación del derecho a saber de los afectados. Pero ello no supondrá un giro automático en las causas abiertas y tampoco garantiza una mejora de las condiciones objetivas para conocer la verdad de aquellos hechos. Cifras no oficiales sitúan en unos 300.000 el número de niños robados o víctimas de adopciones ilegales. El terrible alcance de estos hechos -todos los indicios señalan a una trama que practicaba de forma sistematizada el robos de niños- exige un deber ético como sociedad de verdad y las instituciones tienen que estar a la altura, por mucho que la investigación y asunción de responsabilidades a todos los niveles conlleven enormes dificultades, ante unas familias que arrastran décadas de angustia por la incertidumbre ante las dudas sobre cuál fue el destino de aquellos niños y niñas. Lo terrible es pensar en esa estructura conformada por prejuicios religiosos e ideológicos en la decadente sociedad franquista y por la ambición económica de un negocio fácil a costa de robar la vida real a niños y niñas y sus familias. Y es más terrible aún observar la satisfecha impunidad que lucen las personas citadas hasta ahora a declarar -monjas, médicos, forenses, enfermeras-, por denuncias de robo de bebés. Saben que les ampara el paso del tiempo y las numerosas dificultades de las víctimas para acceder a la documentación oficial y poder verificar sus sospechas. Y que sus conciencias se quedaron adormecidas para siempre entre los beneficios de aquel negocio de tráfico de bebés y dinero.