uNA de las señas de identidad destacadas de una Justicia garantista y democrática es la proporcionalidad de sus penas y de sus actuaciones. La desproporción o la evidencia de la aplicación de diferentes varas de medir en función de los tipos de delito o de la identidad de las personas afectadas por la acción judicial devalúan la credibilidad del Estado de derecho. El Tribunal Supremo ha condenado a ocho jóvenes a seis años de prisión por su actividad política en la organización Segi, entonces ilegalizada. La ilegalización política cuestiona principios democráticos fundamentales vinculados a las libertades civiles y extiende un castigo a decenas de miles de personas que no han cometido delito objetivo alguno, como ocurrió en la ilegalización de las estructuras de la izquierda abertzale. Pero el tiempo ha pasado, esa ilegalización política ha sido superada y ahora esos mismos jóvenes condenados por su labor política en Segi pueden hacer política en organizaciones legales. No sólo parece un absurdo, sino que el retraso en el tiempo y el alcance de la condena amplifican de forma desproporcionada las consecuencias para ellos. Al igual que la detención del dirigente de Sortu Iker Rodrigo por el recibimiento a los restos del dirigente de ETA López Peña. Si el delito de enaltecimiento del terrorismo tiene altas dosis de subjetividad, su detención y posterior traslado a la Audiencia Nacional parece también desproporcionada. Más aún si se compara con las actuaciones de esa Audiencia Nacional en asuntos vinculados, por ejemplo, a la corrupción política o financiera o a los delitos de guante blanco y al trato judicial a las personas implicadas.