El afamado muro de Berlín se construyó el 13 de agosto de 1961 y fue derribado la medianoche del 9 de noviembre de 1989, 28 años después. Fue un símbolo durante la guerra fría, separando la Alemania democrática, de la comunista. El origen del muro fueron los desacuerdos entre los cuatro poderes aliados, vencedores de la Segunda Guerra Mundial. La noche del derribo del muro, se permitió a los berlineses que se arremolinaban en la Bornholmer Strasse de la Alemania oriental cruzar libremente hacia la parte occidental. Algunos relatan que esa noche fue una mezcla de júbilo y revolución equiparable a la toma de la Bastilla combinada con las celebraciones de año nuevo en Nueva York.

De esta historia, evento histórico si se quiere, hace más de veinticinco años. Sin embargo, en nuestra sociedad navarra actual, todavía quedan muchos muros que derribar. Muros que se reflejan en una cultura política que es imprescindible mejorar. Frente a quienes se autoproclaman diques de contención o garantes de la esencia navarra, las inminentes elecciones se presentan como la posibilidad de romper ese muro. No obstante, la cultura política que ha dominado la vida de nuestro territorio ha causado infinidad de conflictos que entendemos prioritario superar. Podríamos sintetizarlos en tres bloques: (1) la brecha entre las instituciones políticas y de gobernanza y los ciudadanos, que se ve acentuada con la falta de representatividad de la voluntad política de las navarras y navarros, (2) la falta de medidas que promuevan la integración de las sensibilidades y formas de ver el mundo y entender la historia (cosmovisiones) de todos los habitantes de nuestra tierra (3) y por último, una cultura política que se presenta anclada en el miedo a lo plural, a la diversidad cultural, a los retos de la globalización, y termina dibujando un surco, un muro insalvable entre al menos dos pretendidas navarras, que no son sino una ficción mal gestionada, no operativa.

El primer muro, el abismo entre las instituciones y la ciudadanía de a pie, se ha ido construyendo con más tesón si cabe en los últimos años. Valgan algunos ejemplos de dominio público: los diversos casos de corrupción en la comunidad foral; las escenas anacrónicas en inauguraciones que legitiman un régimen que identifica y distingue, discrimina positivamente, colectivos privilegiados; las recientes declaraciones parlamentarias jurídicamente insostenibles y políticamente vergonzantes que no hacen más que avivar controversias en proceso de superación; etc. Nadie cuestiona que, dado el potencial de nuestra tierra y sus gentes, haya habido logros y progresos.

Sin embargo esas luces no consiguen iluminar unas sombras que con el paso de los años se han vuelto más y más oscuras. Otra de las razones que separan las instituciones de la ciudadanía es la falta de representatividad. El hecho de que el parlamento navarro no sea un reflejo más atinado de los diferentes signos políticos de la población navarra, tan rica y compleja como su flora y fauna, deslegitima el ejercicio del poder político y dificulta la justificación de su autoridad.

La última idea del párrafo anterior nos lleva al llamado segundo muro. Frente a la representación deficitaria, la obligación de un parlamento y un gobierno responsables y al servicio de los ciudadanos es la de compensar, con medidas particulares, los déficits representativos. Sin embargo, en este punto se vuelve a edificar un muro debido a la falta de voluntad política en la búsqueda de soluciones y medidas para la mejor integración y convivencia de las diferentes sensibilidades que conviven en nuestra tierra. No es ningún secreto que uno de los objetivos clave para el buen gobierno es el compromiso de los gobernantes con su pueblo. En este sentido, dos de las tareas más relevantes y necesarias, aunque no suficientes, para la consecución de este objetivo son, por un lado, la de asegurar que los intereses de las personas que participan en el marco cooperativo que constituye una sociedad vean sus intereses defendidos por las autoridades.

Por otro lado, el gobierno de la res pública tiene la obligación de garantizar que los individuos sobre los que gobierna puedan llevar a cabo, bajo ciertas condiciones (como el marco legal), su plan de vida. Ahora bien, la edificación de un muro a través del discurso y la práctica sostenidos durante los últimos veinte años en todos y cada uno de los niveles de gobierno en Navarra no han hecho sino dificultar la integración, ahondando el surco de las diferencias y creando, de forma irresponsable, situaciones de conflicto que minan la convivencia. El trato que desde las instituciones viene dándose a la desigualdad (torpemente solapada por un clientelismo disfrazado de meritocracia), a la libertad sexual y de género (con posicionamientos expresos e indirectos propios de otra época), a la aconfesionalidad institucional que se les presupone a las instituciones o los movimientos culturales alternativos son elementos que reclaman un cambio inmediato.

Por último, el muro del progreso. Las políticas que levantan un muro entre nosotros y ellos, que critica lo ajeno para ensalzar lo propio, dan lugar a una sociedad que no es consciente de su pluralidad y termina por volverse excluyente. Y lo que es más grave, crean una ficción disfuncional, una falsa contradicción, totalmente contraproducente tanto social como económicamente. Un enfrentamiento inútil, innecesario y vacuo, que no aporta nada a los intereses (traducidos en derechos) de la mayoría de los ciudadanos y que no mejora su vida de ninguna manera.

Como dijera Daniel Innerarity en su discurso al recibir el premio Príncipe de Viana de la Cultura en 2013, “los tres principales desafíos que a este respecto (defender la función de la política) tenemos como sociedad [son]: 1) la transformación de nuestra cultura política, 2) el valor del pensamiento para la convivencia democrática y 3) la necesidad de construir una sociedad más respetuosa con su pluralidad y más integrada.” Una sociedad que sabe sacar partido de su diversidad es una sociedad más democrática, más respetuosa y comprometida con los derechos humanos y una sociedad más polivalente a la hora de plantear alternativas en situaciones de crisis. A esta reflexión de puertas adentro se le podría añadir un planteamiento ad extra: entorpecer e incluso impedir la cooperación y sinergia con aquellos territorios con los que compartimos historia, idioma y cultura resulta, cuanto menos, de una inteligencia política cuestionable.

Finalmente, creemos que es nuestro deber hablar de nuestra responsabilidad como colectivo, de la responsabilidad ciudadana. Como agentes principales de una sociedad que se enmarca en un esquema cooperativo rawlsiano, que han aceptado el contrato social y cedido parte de sus libertades para superar el estado de naturaleza y así beneficiarse de las ventajas de la cooperación y distribución de los bienes generados, tenemos una responsabilidad los unos con los otros.

En primer lugar, ceder nuestras libertades en pro de la seguridad y la estabilidad, mediante la creación de instituciones requiere, para ser legítimas, una cierta rendición de cuentas.

En segundo lugar, es importante señalar que la responsabilidad ciudadana es bicéfala: por una parte debe controlar las instituciones que velan por sus derechos, cuya autoridad se justifica en el ejercicio de su justicia y legitimidad, y por otra parte la responsabilidad individual, que no es ni más ni menos que la responsabilidad social de cada ciudadano.

Si queremos cambiar la cultura política, esta debe contar con nuestro buen hacer. El derecho de que se escuche la voz de cada uno de los ciudadanos con su voto, el valor equitativo de éstos, así como la participación política ciudadana, son responsabilidad de cada navarra y cada navarro. Responsabilidad que se reparte entre nada más y nada menos que todos y cada uno de nosotros. Ahora sí, está en nuestras manos que, como decía el periódico Alemán BZ en su portada del 10 de Noviembre de 1989: Berlin ist wieder Berlin! (¡Berlín sea Berlín de nuevo!), o en nuestro caso, Navarra sea Navarra de nuevo.