en un artículo aparecido en prensa días atrás, se decía que la heroína -aquella droga que devastó los suburbios más degradados de la Transición- ha regresado a España, y lo hace con una estadística preocupante. El incremento de las últimas incautaciones constata este repunte desde los años 80. Solo que, a diferencia de tan desquiciada década, ya no se asocia a una droga marginal y de coste prohibitivo, sino un producto barato destinado a un consumidor que busca el más puro hedonismo o una huida de la rutina que le impone su modo de vida. Ni tan siquiera tiene que ver con el patético y arriesgado ritual de la aguja y la cucharilla, ahora el jaco se fuma o se esnifa. Éste sería el perfil del nuevo yonqui.
Puede que la noticia no nos sorprenda en exceso, sobre todo cuando la actualidad atraviesa otras coordenadas más acuciantes, como la Eurocopa, las elecciones generales, el éxodo de refugiados o el penúltimo escándalo por corrupción, pero situar el problema en el mapa quizá nos permita ponerlo en su perspectiva histórica y prestarle un poco de atención.
Hasta fechas recientes, las políticas preventivas destinadas a la “guerra contra las drogas” se dirigían a una población muy concreta, esencialmente juvenil. En ese sentido, el foco sobre el problema se convertía en un debate sobre el control social de una capa de la población que había perdido el rumbo. Pero el problema de las drogas debe medirse sobre un contexto social, económico y político, incluso la propia acepción diagnóstica del término droga.
Habitualmente solemos dividir este fenómeno en dos categorías, cada una portadora de su propio estigma. Por un lado, los progresos en psicofarmacología y en neurobiología han puesto en el mercado productos que facilitan un alivio psicológico con efectos secundarios reducidos. De esa manera, la humanidad ha podido mejorar artificialmente gracias a los medicamentos psicotrópicos, fármacos o drogas, permitiendo apaciguar la angustia, estabilizar los cambios bruscos de humor, reforzar la memoria, calmar las conductas agresivas, reducir la ansiedad o amortiguar las obsesiones y compulsiones, entre otras posibilidades.
Es difícil no evocar aquí el mundo feliz de Aldous Huxley, donde se relata cómo se encomendó a farmacólogos y bioquímicos la noble tarea de desarrollar una droga con la que hacer feliz a la gente: el soma. De hecho, en la vida real hay fármacos que en su día fueron concebidos para paliar los estragos de las depresiones graves, y que hoy día se utilizan en una amplia gama de trastornos que antes ni siquiera existían, el caso del Prozac sin ir más lejos.
Por otro lado, hay todo un acervo de sustancias igualmente psicotrópicas cuya finalidad es la modificación de percepciones sensoriales y mentales, pero que, al contrario de las anteriores, encarnan el submundo de esa variante ilegal y nociva que conduce a la adicción y a la ruina del sujeto. Es lo que conocemos como toxicomanía. Naturalmente, la heroína, asociada a la pobreza, adolescencia, delincuencia y a algunas patologías de vínculo social pertenece a este segundo grupo. Sin embargo, otras, también letales, han tenido otra percepción popular más amable, al ser consumidas por clases acomodadas, de vida familiar estructurada e implicación social y política relevante: la cocaína, por ejemplo. Aunque las dos, igualmente proscritas. Llegados a este punto, podríamos preguntarnos ¿qué o quién determina que una sustancia sea considerada como droga o medicamento? No estaría de más recordar aquellas palabras de Thomas Szasz cuando decía que no es cuestión de toxicología o de química, sino de cultura y de leyes (Drogas y ritual, 1990). Como quiera que sea la consideración social del problema, lo que nos interesa señalar en estas líneas es qué relación tiene nuestra sociedad del siglo XXI con este vetusto problema que parecía ya olvidado. Es cierto que el uso de sustancias destinadas a alterar la percepción es tan antiguo como la humanidad, y que a lo largo de diferentes épocas y culturas su función ha ido oscilando entre el chamanismo, la alquimia, la medicina y la química creativa destinada al placer personal. Por lo tanto, las drogas siempre estuvieron entre nosotros, siguen estándolo y, de un modo u otro -ya sea legal o ilegal- continuarán haciéndolo.
Con todo, y a diferencia de las toxicomanías sobrevenidas en el pasado siglo, más propias de una marginalidad acuciante y arriesgada, el problema deriva en buena medida de aquello que Durkheim apuntó en el ocaso del XIX con su noción de anomía, avanzando las tesis de la relación entre industrialización-urbanización con secularización-individualismo y la disminución del vínculo social o comunitario. Fue este sociólogo francés el que bautizó las consecuencias de esta relación con el término anomía, relacionándolo con el suicidio, con la mayor presencia de trastornos mentales y con la ingesta de sustancias que permitieran la liberación del peso de la existencia. La influencia nociva de la anomía es particularmente evidente en ciertos procesos de aculturación, como la celebrada globalización, fenómeno tan penosamente concebido como gestionado, el progreso de un individualismo competitivo, el desmantelamiento de la protección social por parte de un liberalismo feroz, y la permanente sensación de incertidumbre.
Casi toda la problemática actual en torno a las drogas está relacionada con este proceso de anomía que digerimos desde los rescoldos de la Revolución Industrial, solo que ya no se trata de sentir el vértigo de explorar paraísos artificiales, como en el siglo XIX; ni de escabullirse entre las grietas de la marginalidad, como en el XX (aunque con notables excepciones, como los Gloriosos Treinta Años (1945-1975) que decía Lipovetsky, donde los narcóticos volvieron a su viejo empeño de la búsqueda exótica). Ahora las drogas aspiran a lo superfluo, a lo asequible, a la moda, a una distracción convertida en deseos y aspiraciones de cualquier grupo social, y todo creado al amparo de una cultura banalizada, dominada por el mito de la felicidad privada y los ideales hedonistas de usar y tirar, y además auspiciada por un presente sin una perspectiva precisamente alentadora. Vivimos en un escenario paradójico, tenemos una sociedad en la que la mayor parte de sus habitantes declara sentirse feliz o muy feliz, y en la que, al mismo tiempo, la depresión, la ansiedad, el estrés y el consumo de psicotropos se extiende de un modo inquietante. El hecho está ahí: cuanto más triunfa el mundo-consumo, más se multiplican las desorganizaciones de la vida mental, el sufrimiento psicológico y el esfuerzo de vivir. Tal vez sea un buen momento para releer a Huxley y encontrar ahí algunas respuestas.
Firman el artículo: Manuel Torres Mateos y Mila Leoz Leumberri Responsables del Centro de Psicología Ética (www.psicologiaetica.es)