Democracia
Después de la investidura de Rajoy, miles de ciudadanos salieron a la calle y acudieron a las puertas del Congreso descontentos por las formas en que habían hecho las cosas nuestros políticos en el último cachondeo electoral y por el hartazgo general producido por unos gobernantes, unos y otros, cuyos logros han sido únicamente los despropósitos de sus opositores. Pero la protesta ciudadana provocó un torrente de comentarios de nuestros mandatarios, coincidiendo la mayoría en que aquello eran manifestaciones antidemocráticas, porque, según ellos, la democracia no está en la calle sino en el Parlamento. Es decir, ellos son la democracia.
¡Que digan, una suerte de parásitos, que una manifestación multitudinaria de la ciudadanía no es democrática. La democracia está basada precisamente en la expresión de esa ciudadanía, y si ellos están en el Congreso es solo por un problema práctico, no existe una sala suficientemente grande para albergar una asamblea de toda la ciudadanía de un país. Para resolverlo, algún griego, en su día, habrá tenido esa idea, que parecía coherente, de que los ciudadanos, para resolver ese problema, eligieran de entre ellos personas que los representaran y que pudieran reunirse en un lugar acorde para aportar los puntos de vista de los que les habían dado el encargo y ponerse de acuerdo para resolver los problemas de la mayoría. Pero al que se le ocurrió la idea no pensó que un día esos elegidos para el gobierno se olvidarían de cuál era su función y llegarían a convertirse en privilegiados aristócratas del poder y la impunidad, en cortesanos trepas, lacayos en la corte de sus respectivos partidos, mintiendo y adulando para ver qué beneficio personal podían obtener. Capaces de expoliar y arruinar un país a espaldas de los ciudadanos que los pusieron ahí y a los que traicionan permanentemente sin escrúpulos. Por eso choca tanto oír esas declaraciones a unas gentes que no son nada sin la ciudadanía o sin esa calle, que los hace posibles. Qué pena, ellos y nosotros.