Se ha hecho moneda de uso común el desprecio hacia los jueces y sus resoluciones. Todo vale: desde tachar de parcial y “vendido” al togado que no comparte nuestro concepto de justicia, hasta las imputaciones de sectarismo ideológico y las puras descalificaciones personales. Aunque son muchos los casos que se podrían enumerar, voy a centrar mi atención en un ejemplo reciente de este curioso deporte consistente en despotricar contra los jueces. Se trata de un artículo de opinión publicado en el Diario de Noticias de Navarra el pasado 16 de octubre, cuyo título nos pregunta retóricamente: “¿Para qué elegir un alcalde si lo que necesitamos es un sheriff?”.
El escrito lo firma D. Santiago Cervera, y en él se comenta el proceder del juez de instrucción que se encontraba en funciones de guardia cuando un colectivo “okupa” tomó un edificio en el Paseo de Sarasate. Antes de entrar en materia, hay que precisar que el autor del artículo carece de formación jurídica ?es licenciado en Medicina-, a pesar de lo cual no duda en embarcarse en un “análisis” jurídico de la actuación del juez, censurándola desde su personal interpretación de la Constitución y las leyes procesales. Veamos qué pasó.
Según la grabación de audio que ha sido difundida, el juez, que se encontraba en el momento de los hechos transitando por el Paseo de Sarasate, efectuó una llamada telefónica a la Policía Municipal de Pamplona. Puesto en contacto con el jefe de sala, le pregunta si tiene constancia de la ocupación que está teniendo lugar, a lo que aquél responde afirmativamente y añade que tienen órdenes (suponemos que procedentes del Consistorio) de no intervenir. El juez pregunta si el propietario ha formulado denuncia y si se opone a la ocupación del edificio, extremos que son confirmados por el mando policial. Llegados a este punto, el juez le recuerda que están ante un hecho constitutivo de delito y por tanto, con independencia de las órdenes que hayan recibido, deben practicarse unas diligencias mínimas: acudir al inmueble, identificar a sus ocupantes e informarles de la negativa del propietario a que permanezcan en el lugar. Eso es todo.
El firmante del artículo se muestra muy crítico con este proceder, despachándose con maneras (por decirlo finamente) un tanto agrias: considera “chusca” la imagen del juez llamando por teléfono a la Policía a la “hora del aperitivo” (para más inri) y haciendo gala de su “prepotencia”. Asimismo, le acusa de actuar “fuera del procedimiento que la ley establece”, cuando aún no figuraba ningún atestado ni constaba la posición del fiscal; de “suplantar” la función del alcalde o el concejal de seguridad como superiores jerárquicos de la Policía Municipal; y de no haber hecho a ésta un “requerimiento explícito” para que se pusiera a sus órdenes en funciones de Policía Judicial. Como colofón de la catilinaria y remedio contra tantos desmanes, el articulista invoca a la “sección disciplinaria” (sic) del Consejo General del Poder Judicial, no sin antes dejar todo un reguero de referencias despectivas y airear algunos datos sobre los movimientos habituales del juez (sitios por los que se le suele ver, etc.) que, por motivos de seguridad para todos evidentes, hubiera debido ahorrarse.
Olvidemos por un momento que el carácter de “Policía Judicial” se predica no sólo de las correspondientes unidades orgánicas integradas en el Cuerpo Nacional de Policía y la Guardia Civil, sino en general de todas las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad sean estatales, autonómicos o locales cuando sean requeridos para auxiliar al juez en la investigación del delito y el descubrimiento de sus autores. Olvidemos que este requerimiento no exige ninguna especie de fórmula sacramental, como parece entender el articulista, sino que puede derivar de la comunicación directa entre el juez y los funcionarios policiales y más en un caso de flagrancia delictiva como el presente.
Olvidemos que todos los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, cualquiera que sea su naturaleza y dependencia, tienen la obligación de practicar las primeras diligencias de prevención en cuanto tengan noticia de un hecho con apariencia delictiva, diligencias que incluyen acudir de inmediato al lugar de los hechos, tomar los datos personales de cuantos allí se encuentren e identificar a los sospechosos. Y olvidemos, en fin, que éste es un deber taxativamente impuesto por el ordenamiento jurídico y, por tanto, debe cumplirse sí o sí, le parezca bien o le parezca mal al señor alcalde.
Como digo, olvidemos todo lo anterior, porque para desarbolar el curiosísimo planteamiento del Sr. Cervera basta con usar la lógica: si usted, ciudadano que lee estas líneas, va un día andando tranquilamente por la calle y, de repente, ve a alguien saqueando un comercio o reventando la cerradura de una casa, hará lo que le impone la ley y le dicta el sentido común, que es sacar su teléfono móvil y avisar a la Policía. Si usted no sólo es ciudadano, sino que además es el juez de guardia, llamará con mayor razón, pues al deber cívico se unen en este caso las responsabilidades profesionales. Esto resulta obvio para cualquier persona. Para cualquiera, menos para el autor del artículo. Desde su punto de vista, si el juez sorprende a alguien en el acto de delinquir, lo que tiene que hacer es pasar de largo y fingir que no ha visto nada: simplemente, mantener su “Samsung” bien guardadito en el bolsillo (no vaya a ser que alguien le acuse de prepotente) y limitarse a esperar en su despacho a que, algún día, le llegue el atestado policial y el informe de Fiscalía. Naturalmente, las cosas no funcionan así: si el juez de guardia presencia en primera persona un delito flagrante y perseguible de oficio, del que no ha recibido noticia alguna por parte de la Policía, lo lógico es que la llame para comprobar si está enterada o no y, en caso afirmativo, para saber qué se ha hecho hasta el momento y ordenar las diligencias más básicas e inaplazables.
A estas alturas de la historia, es inevitable preguntarse qué pudo llevar al Sr. Cervera a verter unas críticas tan viscerales como mal encaminadas y a irrumpir con ese brío (cual elefante en cacharrería) en un ámbito tan ajeno a su cualificación profesional. El motivo lo descubrimos a las pocas líneas: el autor nos cuenta que él “sufrió” en sus propias carnes la “prepotencia” de este juez instructor cuando fue investigado en el “caso de las murallas”. Concretamente, se centra en un episodio que a sus ojos representa la quintaesencia de la humillación: después de interrogarlo, el juez “se puso estupendo” y le hizo dejar en la sala su teléfono móvil hasta que terminaran de declarar los testigos, a fin de que no pudiera comunicarse con ellos. El articulista considera que esa retirada temporal de su Smartphone constituyó un atropello inadmisible, ya que “no tenía intención de llamar a nadie salvo a su madre”, ni se le hubiera ocurrido pedirle a un testigo que contara algo distinto de la verdad. Asimismo, opina que “un teléfono es la extensión del derecho constitucional a la libre expresión y comunicación”, por lo cual, si el juez quería “requisarle” el móvil, tendría que haberlo hecho a través de un auto razonado y no “abusando de su impostura”.
En verdad, ante este peculiar argumentario uno no sabe por dónde empezar. En primer lugar, parece claro que el Sr. Cervera se sintió poco menos que ultrajado por el hecho de que el juez recelara de él y de la pureza de sus intenciones. No obstante, nuestro articulista ha de tener en cuenta que el juez de instrucción no es una figura que se haya creado para tratar con teletubbies de bondad indubitada: por el contrario, ha de vérselas con personas frente a las que existen indicios racionales de criminalidad, indicios que podrán verse confirmados o no en el curso del proceso pero que, de momento, exigen adoptar determinadas precauciones. Una cosa es presumir la inocencia del investigado y otra muy distinta confiar en su santidad.
El segundo argumento del Sr. Cervera me ha suscitado -debo reconocerlo- una honda preocupación, pues observo cómo en la vida cotidiana se nos prohíbe, o prohibimos con carácter temporal, el uso de teléfonos móviles, de esas "extensiones del derecho a expresarnos y comunicarnos libremente", sin que medie ningún auto judicial. Yo mismo lo hago: cada vez que hago pasar a mis alumnos por el trance de los exámenes, les ordeno despojarse no sólo de mochilas y carpetas, sino también de teléfonos móviles, ordenadores portátiles e instrumentos análogos. Tras leer la ponderada opinión del articulista, temo el día en que un alumno se niegue a separarse de su Smartphone o su tablet sin la preceptiva autorización judicial y exija tenerlos a su alcance durante la realización del examen.
Realmente, y como vulgarmente se dice, el Sr. Cervera ha abierto un "melón" de consecuencias imprevisibles. Porque la retención del teléfono móvil que padeció el articulista no es nada comparada con el trato que, habitualmente, se inflige a las partes y testigos: el juez, ese ser perverso y desalmado, llega al extremo de obligar a quienes ya han declarado a permanecer dentro de la sala hasta que concluyan todos los interrogatorios, a fin de que no puedan comunicarse con quienes esperan su turno en los pasillos. Esto es lo que habitualmente se hace, incluso en procesos civiles en los que sólo se ventilan cuestiones pecuniarias: a los declarantes se les priva de algo más sagrado si cabe que su teléfono móvil, se les priva de su libertad personal para desplazarse donde quisieren. Un secuestro en toda regla, que los malvados jueces perpetran sin dictar ningún auto que justifique tal barbarie.
El panorama resultante es francamente terrorífico: por lo visto, en nuestro país se están llevando a cabo violaciones masivas y sistemáticas de derechos fundamentales, sin que ni los profesionales del foro, ni los estudiosos ni los organismos internacionales se hayan percatado de ello. Sólo el Sr. Cervera ha sabido descubrirlo y denunciarlo, aunque -pensándolo mejor- también cabe otra posibilidad: que se haya aventurado por caminos que no conoce y esté equivocado.
Me temo que éste sea el caso. Tengamos en cuenta que no se trata aquí de interceptar las comunicaciones del Sr. Cervera ni de acceder a sus contenidos privados (medidas cuya gravedad sí exigiría la correspondiente resolución autorizatoria), sino de retener el soporte físico del móvil mientras se interroga a los testigos; en definitiva, de una cautela razonable, de escasa duración y con una incidencia muy leve en los derechos del investigado, más allá del trastorno que le suponga no poder llamar de inmediato a su progenitora. La necesidad de impedir todo contacto entre los declarantes es algo que, además, nuestras leyes de enjuiciamiento le imponen de modo terminante al juez, a cuyo fin éste debe adoptar las medidas oportunas. Como fácilmente puede advertirse, el objetivo no es otro que alejar cualquier sospecha de influencia o confabulación que pudiera ensombrecer la verosimilitud de los testimonios. Por eso es extraño que nuestro articulista se tome como una ofensa personal una medida enderezada simplemente a cumplir un mandato legal impuesto al juez, medida que, además, ayudó a hacer más creíbles sus respuestas y las de los testigos.
Llegamos a la traca final. Concluye el Sr. Cervera anunciándonos la posibilidad de que le detengan por "desacato" con motivo de su artículo, ante lo cual, y en una admirable muestra de arrojo, no piensa callar ni amilanarse. Reconozco que en un principio me tomé esta parte como una licencia humorística del autor pero, a la vista de las ocurrencias pseudo jurídicas que la preceden, temo que realmente el articulista crea -y haga creer a los lectores- lo que está diciendo.
Me limitaré a señalar dos cosas: primera, en nuestro país no existe el delito de desacato (desapareció de nuestra legislación penal hace más de veinte años). Segunda: si hubiera que calificar penalmente las invectivas del Sr. Cervera, sólo cabría pensar en unas injurias hechas con publicidad o en una falta de la consideración debida a la autoridad, delitos que por sí solos, y en atención a su reducida pena (una simple multa), nunca podrían dar lugar a la detención. En definitiva, un nuevo disparate jurídico que, sin embargo, reporta dos logros a su autor: uno, transmitir a los lectores el falso mensaje de que, en este país, cualquier persona puede ser arrestada ipso facto por criticar a un juez, al más puro estilo gestapiano; y dos, presentarse teatralmente como un mártir de la libertad de expresión, capaz de sacrificar su libertad para denunciar las tropelías de los poderosos.
Confío en que los lectores sepan tomarse ambas cuestiones, al igual que el resto del artículo del Sr. Cervera, como lo que son: un sinsentido.