¿Tiene explicación científica la reencarnación? Cada cual puede creer lo que quiera, pero existen una serie de conocimientos que se han transmitido de generación en generación. Hay unos conocimientos avanzados que han sido transmitidos por grupos humanos reducidos y que tienen una base sólida. Ahí tenemos la Cábala, que sostiene que ninguno de nosotros es un alma nueva, sino que todos nos hemos encarnado numerosas veces. La Cábala dice que en las reencarnaciones sucesivas de un alma, el conocimiento y las experiencias adquiridas se transforman en tendencias naturales que se incorporan en la siguiente vida. Lo observamos en nuestros hijos cuando comprobamos su notable facilidad de adaptación a las nuevas tecnologías, en contraste con la generación de sus padres. El alma va acumulando experiencias a lo largo de los siglos y con ello se consigue una evolución del intelecto. Si no existiese la reencarnación nuestra inteligencia empezaría cada vez de cero y nos costaría mucho tiempo asimilar las destrezas intelectuales. Sin embargo, los niños cada vez nacen con una mayor capacidad intelectual que les permite un mayor desarrollo intelectual. Dice la Cábala que todos hemos acumulado experiencias en anteriores reencarnaciones. El cuerpo humano puede ser reemplazado como se reemplazan hoy en día los órganos.
El instinto de conservación del hombre y su afán de inmortalidad lo han llevado a traspasar de diversas formas ese velo material que los hindúes llaman maya, tras el que las especulaciones más audaces encuentran la verdadera relación del hombre con la divinidad. La naturaleza limitada del ser humano y su afán de trascender han sido el campo especulativo de la religión y la filosofía; la primera, en el nivel más alto al que sólo puede escalarse por un acto genuino de fe; la segunda, a un nivel más limitado como limitada es la razón de que se vale. Dentro de un campo más reducido aún está la ciencia, en algunos de cuyos modernos hallazgos -la física y mecánica cuánticas- ven algunos la confirmación de la esencia divina del ser humano.
En nuestro pensamiento más elevado está ese innato deseo de trascender, el ansia de inmortalidad que mueve nuestro espíritu a demandar una convicción, racional o intuitiva, de que con la muerte física no acaba la aventura existencial en la tierra, pero es la limitación de los sentidos lo que frena nuestras aspiraciones casi ilimitadas.
Desde tiempo inmemorial la sabiduría humana se movió entre el conocimiento de las cosas como se perciben a primera vista y el otro conocimiento del lado oculto de esa realidad objetiva -esotérico- accesible sólo a los iniciados en el núcleo de la verdad que el hombre persigue desde el despertar de su conciencia. El saber oculto que trata de explicar desde lo más profundo del espíritu la gran incógnita de la vida es el que anima a tratar de dar el paso hacia los niveles sublimes de la revelación integral. La revelación del plan divino es posible si el ser humano utiliza sus poderes interiores. Tenemos una prueba tangible: Jesús de Nazareth.
Hemos estado ciegos durante más de 2000 años para no darnos cuenta del mensaje que nos quiso transmitir Jesús de Nazareth: Dios se hizo hombre para estar siempre con nosotros, para disfrutar a nuestro lado, pero no de una manera virtual, sino real. Dios asumió para siempre la naturaleza humana. La presencia de Dios en el mundo se hizo tan real que produce vértigo pensar que Él sigue todavía entre nosotros.
Los cristianos creemos que Dios ha creado el Universo y que ama a todas las criaturas que viven en él. Y creemos que ese Dios que nos ama ha venido a vernos y se ha hecho presente entrando en nuestro mundo de una forma natural: en el vientre de una mujer. Ese desconcertante Dios ha abierto sus ojos, ha presenciado nuestro mundo y se ha quedado a vivir con nosotros. ¿Qué hemos hecho nosotros para merecer su atención?
Dios no se hizo hombre para vivir 33 escasos años con nosotros y luego desaparecer. No hizo algo tan sublime para que su sacrificio quedase en un remoto recuerdo en la memoria de sus seguidores. Dios asumió la naturaleza humana para vivir siempre con nosotros, si no fuese así, nunca se habría hecho hombre. Pero, ¿cómo puede permanecer entre nosotros? Haciéndose niño una y mil veces. Jesús nos ha enseñado que la vida del hombre se renueva indefinidamente.
Dios es la reencarnación viviente del amor y de la compasión, y solo por amor puede venir a un mundo donde reina la violencia y la injusticia, a un mundo donde los hombres se odian. De hecho, hace dos mil años, Jesús de Nazareth fue ajusticiado por defender la existencia de un dios que se hace hombre para vivir con nosotros. Y aún no entendemos que pueda haber un dios que permite la injusticia y el sufrimiento. A la pregunta que se hacen muchos de dónde estaba Dios durante el Holocausto se puede contestar que Él fue uno de los que murieron masacrados por los nazis. En los campos de aniquilación, los hombres construyeron un infierno: unos hombres humillaban, torturaban y quitaban la dignidad y la vida a otros hombres. Dios no solo se sigue solidarizando con lo más humilde de la condición humana, con los perseguidos, con los parias de la sociedad, sino que es uno de ellos.
El hombre, nuestra civilización, tiene capacidad para hacer de nuestro planeta un auténtico paraíso. Y es una obligación moral de todos nosotros el procurar que ningún ser humano pase necesidad alguna. Debemos solidarizarnos con todos los seres humanos y compartir nuestros bienes. Si así lo hacemos, nuestra felicidad será completa. Dios vive entre nosotros, y por eso mismo, lo que hacemos a nuestros semejantes se lo estamos haciendo a Él. Y es que todo el despliegue del universo es posible que no sea otra cosa que la reencarnación continuada de Dios.
El autor es economista de la UPNA