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Con-creatividad con-vivencial

El concepto de teleonomía (por contraposición al más aristotélico de teleología) cuenta con un uso anterior al utilizado por Monod en las teorías de Ernst Mayr. Según este autor, que dedicara a ambos conceptos todo un ensayo, “sería útil restringir el término teleonómico rígidamente a sistemas que operan a base de un programa, un código de información”. Posteriormente, habrá de matizar, en mis fuentes siempre a través de Ferrater Mora en su Diccionario de Filosofía, “un comportamiento o proceso teleonómico es uno que debe su dirección hacia un fin a la operación de un programa”. Así es el propio diseño del programa el que de manera apriorística conduce condicionándolo hacia una determinada finalidad. Y en ello, por si acaso, no hay nada que objetar. Las diferencias entre el substancialismo teleológico y el sistematismo teleonómico lo son, en todo caso, en cuanto a la externalidad del ente que lo dirige, Dios o una sociedad corporativa, en cada caso, que no tanto en cuanto a quien realiza un uso cotidiano a través de la falsa creencia en un solucionismo tecnológico absoluto al alcance de cada cual de la mano de lo último en software. Cuestión evidenciada por Mozorov en cuanto a las repercusiones que tienen las nuevas tecnologías de carácter mayoritariamente informático al alcance de nuestras manos, robótica incluida. Esto supone, que alguien, de antemano, se adelanta a nuestros propósitos cuando maquinamos, sin ir más lejos, la experimentación estética sobre la base de las opciones programáticas, rebajando indefectiblemente en la mayor parte de ocasiones el temperamento anímico a mero automatismo. Por lo que a pesar de su efectismo las producciones de un arte virtual, por lo general, resultan ser tan frías y desalentadoras al encontrarse programáticamente, teleonómicamente, en buena parte predeterminadas respecto de su objetivo y finalidad.La solución, desde luego, no está en descartarlas, puesto que estas tecnologías ya han obtenido carta de naturaleza dentro de la realidad. Muy al contrario la solución pasa por imbricar su procedimental función dentro de la experiencias más cercanas al mundo tradicional donde el propio cuerpo asume un protagonismo en relación con las materias, las técnicas y los artefactos, especialmente como nos recuerda Frank R. Wilson mediante la coordinación entre la mano y el cerebro, puesto que “el cerebro no vive dentro de la cabeza, aunque sea su hábitat formal, se extiende a todo el cuerpo y, con él, al mundo exterior [...] el cerebro es mano, y la mano es cerebro, y su interdependencia lo incluye todo hasta los quarks”. Como la teoría del hombre propuesta por Rombach, de la especie a imagen de la naturaleza misma, esta concepción extensiva de lo humano participa del resto del universo y sin lugar a dudas Monod estaría tentado de identificarlas como el intento renovado de una nueva puesta en escena de periclitadas manifestaciones propias del animismo consistente en restablecer el antiguo pacto habido entre Naturaleza y Hombre. Sea como fuere, no obstante, ni la física ni la química, en su objetivo reducir, aún hoy en día explican suficientemente el sentido del ser íntegro manifestado a través de la poética y de las artes. Ahora bien, para este filósofo alemán: “El hecho de que el hombre concibiera toda la realidad según su propia imagen elevó también en sí mismo toda la realidad.” Y a este proceder lo denominó concreativo, habiendo sido históricamente sometido en las visiones substancialista o sistémica del proyectar teleológico y teleonómico.

Concreatividad, en Rombach, y convivencialidad, en Illich, son dos expresiones absolutamente complementarias. Complementariedad que sin necesidad de estar basada en el principio coincidente del físico Niels Bohr, nos anima a tomar en consideración, al menos en algunas cuestiones, operativos procederes aparentemente contrapuestos. Es lo que hace necesario en su previa aceptación, por poner el ejemplo de la moral, un mal para que exista la posibilidad probabilística de un bien; y en política, al menos ideológicamente, el que para que se de una izquierda se haga imprescindible la presencia de una derecha. La convivencialidad, como ya tuvimos ocasión de apreciar con anterioridad, consiste en el control que el hombre debe ejercer sobre la herramienta. Es decir, la necesaria supeditación de la técnica al interés de la humanidad, al propio interés. Lo contrario supondría el riesgo puesto de manifiesto por el físico Paul Davis -en ensayo de Antonio Fernández-Rañada, Los científicos y Dios- de reducción de la realidad del mundo a un mero maquinismo preprogramado. Algo que si bien no parece darse en la naturaleza, el hombre en su artificialidad pretende sea el fundamento de todo sistema por él creado.

Con la visión teleonómica avanzamos indefectiblemente hacia una dictadura de imprevisible dimensión, basada en el empobrecimiento de las capacidades reflexivas supeditadas a una operatividad de indefinida aceleración. Lo de “pararse a pensar” ciertamente no deja de ser un anacronismo para gentes ancladas en la periclitada misión teleológica, cuando la toma de decisiones tenían algo que ver con una finalidad. Una humanidad carente de horizonte es una tragedia inconmensurable, y todo parece indicar que es el escenario hacia el cual caminamos. Por ello mismo conviene recordar aquí lo que entendía Ivan Illich cuando escribía sobre la convivencialidad: “Por convivencialidad entiendo lo contrario a la productividad industrial. Cada uno de nosotros se define por la relación con los otros y con el entorno, así como por la estructura profunda de las herramientas que utiliza.” Más adelante habrá de afirmar, “...la perversión de la herramienta es el efecto ineluctable de la inversión de medios en fines [...] Las máquinas sólo operan de una manera implacable para reducir a las personas al rol de aliados impotentes de su progreso destructivo.” Y, entre otras cuestiones, pone en evidencia la confusión derivada del abuso del natural aprendizaje como artificial educación, cuestión que en Illich conduce a la desvinculación del hombre de su condición poética, es decir, de “su poder de darle un sentido personal al mundo” y que equivale a “ahogar al hombre en el bienestar” encadenándolo al por él mismo considerado como “monopolio radical” ( dominio y supeditación al Sistema). Así: “Desbaratar el equilibrio del aprendizaje es hacer del hombre una marioneta de sus herramientas. Empantanado en su felicidad climatizada, el hombre es un gato castrado: no le queda sino la rabia que le hace matar o le lleva a la muerte.”1 Por lo cual, y para no perder el vínculo con la realidad, se hace cada vez más urgente y necesaria una cultura de la naturalización.

El autor es escritor