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Toreros y manolas

Quien carece de cultura suele suplirla echando mano del folklore. Cuando no se da para más, resulta un trampantojo útil, además de una mentira que uno se cuenta a sí mismo: sin duda las más peligrosas porque no hay quien las rebata. Esto sucede hoy en política con el toreo, la caza y el resto del tinglado animal. Los animales están acaparando una atención pública inaudita hasta ahora. Pero, en realidad, ¿alguno de ustedes ha visto un debate serio sobre su sufrimiento en las plazas de toros o en según qué tipo de caza? No porque no los hay. Debatir exige pensar y contrastar, y lo que espolea la esfera política naciente a veces parece que no es otra cosa que el refocilo íntimo en lo morboso.

Hay una parte de la derecha -ese Vox pertinaz, goyesco, porfiado heredero de lo más relicto de Fernando VII- que está empeñada en cortejar a aficionados a fiestas de sangre gratuita, sufrimiento jaleado y arcaica puesta en escena. Las creíamos de un estilo delicuescente, pero ha venido lo más oscuro del pasado a inyectar fragor, impulso, envión y actualidad en lo que iba desapareciendo por la puerta de atrás.

Quedaban aficionados a los festejos populares basados en el sufrimiento, por supuesto, pero votaban programas políticos que incluían medidas políticas, no cambalaches sobre fiestas patrias, toreros y manolas, que es lo que están sacando del baúl quienes no tienen más ideario que el estrambote final y la plasticidad de lo sádico. Aunque no nos descuidemos, la ferocidad humana da para mucho: basta ver el enorme predicamento de obras como los macabros Juegos del Hambre, fascinantes en su dinámica de confrontación violenta, ahítas de un ansia de dominación contra la que todo el pensamiento que ha conformado la modernidad -desde el Renacimiento hasta la Segunda Guerra Mundial- ha combatido con denuedo.

Y es que llegamos al siglo XXI, cuando parecía que la civilización se había desasido de los dioses paganos, y no se nos ocurre nada -pero nada es nada- mejor que resucitar los ritos que nos devuelven a lo más precario, a la caverna de las ideas y los rituales de espanto y sangre. Rescatamos a Goya pintando sus disparates. Y cualquier día un político recuperará las Bacanales si estima que una parte dicharachera, despreocupada y no instruida del electorado lo jaleará con la efervescencia impetuosa, ciega y acrítica del fervor.

La humanidad es la cualidad que nos define frente a otras especies: la humanidad es empatía, raciocinio, censura de los impulsos más crueles y vejatorios, fomento de la capacidad creativa y no de la destructiva, cultura de la vida y no de la muerte. Y también es dejar ir lo que ya no está vivo. El ansia generalizada por el maltrato animal o la connivencia con él ha muerto en la sociedad en general. A pesar del pataleo piafante de muchos. Aferrarse a su resurrección es un acto desesperado de quien no tiene nada que ofrecer, excepto las sombras de un pasado que se quiere glorioso, pero que en esencia no lo fue porque de haberlo sido seguiría apoteósico, incólume y engrandecido.

La caza y el toreo tuvieron su apogeo, ya no es así. Si además desnudáramos la tauromaquia de la vanagloria mundana del postureo y sacáramos a relucir la transparencia de sus cuentas y transacciones financieras, la impostada poesía con que se pretende defenderlo quedaría en un esqueleto barroco. Sic transit gloria mundi. La crueldad no es un valor, nunca lo ha sido; solo ha sido una palanca para defender la propia supervivencia. Pero todo eso pasó y no es hora de volver a la caverna.

La autora cofundó en 2013 la asociación Auxilio a los animales de Campohermoso y denuncia el maltrato animal en su última novela, ‘La decisión que Olivia nunca tomó’