Madre no hay más que una y entre todas ninguna como la de cada cual. Desde esa premisa de validez universal, parece mentira que quienes aún las tenemos aquí -cuando por edad pudieran perfectamente estar allí- únicamente adquiramos plena consciencia de esa suerte al llegar su día en el calendario. Sólo por quienes ya no tienen la fortuna de poder expresar la gratitud debida a sus progenitoras, el resto haríamos mejor que bien en aprovechar cada ocasión para compensar mínimamente semejante entrega incondicional. Y, en el caso del común de las mayores de 70 años, incluso su sacrificio vital para anteponerlo todo a ellas mismas soportando habitualmente en exclusiva las cargas del hogar por una presión social que les empujaba a la renuncia permanente. Para empezar laboral, retributiva y a efectos de cotización, quedándose con una pensión de viudedad reducida a la mitad del sueldo de su compañero si éste moría. Una abnegación la de esas madres consagradas al cuidado digna del máximo reconocimiento, consistente en un retorno siquiera simbólico de su ingente amor pero también en que básicamente los varones procuremos un entorno familiar que no cercene un ápice el crecimiento interior ni las expectativas profesionales de nadie. Esa conciliación efectiva, no sólo declarativa, constituye una parte capital de la deuda contraída con nuestras amantísimas madres.