a corrupción que Juan Carlos I ha protagonizado durante su reinado hiede de modo intolerable hasta la indecencia y nada indica que eso no vaya a suceder de nuevo. Hasta ahora, gracias al PSOE, el juancarlismo había cundido en la sociedad, pero ese concepto pseudopolítico está sucio hasta la náusea. El expresidente Adolfo Suárez reconoció antes de fallecer que, de haberse convocado un referéndum preconstitucional para decidir sobre monarquía o república, la sociedad española hubiera optado mayoritariamente por la segunda. El PSOE de Felipe González optó por la cesión ante el ruido de sables, lo mismo que el PCE de Santiago Carrillo, pero esa idea ya no la puede compartir nadie, tampoco la militancia socialista por muy pragmáticos o circunstancialistas que aprendiesen a ser o precisamente por eso. Antes se pensaba que Juan Carlos I era capaz de todo para perpetuar a los Borbones en el trono, que en el golpe de Estado de 1981 habría optado por apoyar el Régimen del 78 o a los militares golpistas en función de lo más conveniente para la monarquía, pero ahora nos damos cuenta de que ni tan siquiera eso le importaba, sino únicamente vivir la vida entre placeres voluptuosos con golfería e irresponsabilidad, paradigma de la corrupción. Habrá aún quien justifique su avaricia con la falacia de que el miedo al exilio le impelía a acumular millones en divisas, pero visto el uso que ha hecho de su extraordinaria e ilegítima fortuna, ni siquiera eso se puede alegar sin enrojecer de vergüenza.

La III República está más cercana que nunca. No parece en absoluto una utopía irrealizable, sino que resulta más que probable, casi una certeza, que la generación cuya infancia transcurrió durante la transición del franquismo a esta monarquía parlamentaria la conozca. Tal vez ni siquiera haya que esperar al final biológico del reinado de Felipe VI. La princesa de Asturias no será reina de España. Por lo tanto, convendría ir sentando las bases del próximo modelo de Estado. Con excesiva frecuencia se observa que en este país se asocia republicanismo con laicismo y socialismo. Sin embargo, en las repúblicas europeas vemos que los partidos liberales, conservadores e incluso de extrema derecha y las instituciones religiosas no solo son legales, sino que ejercen el gobierno en el primer caso e influyen tanto como aquí en la sociedad civil en el segundo. No se trata, pues, de imponer un modelo de izquierdas, sino de establecer una república. Izquierdismo y republicanismo no son sinónimos. Y es que la III República no debe cometer los mismos errores que la segunda. No podrá repetirse en la nueva constitución aquel fatídico y anticlerical artículo 26 y otros de igual índole que marginaban a la Iglesia católica. Las libertades de conciencia, de fe y de culto deberán quedar garantizadas. Se deberá respetar también por parte de todos, algo que no ocurrió durante el período republicano anterior, la pluralidad política de la sociedad. En la década de los treinta del siglo XX, los totalitarismos de uno y otro signo dominaban la ideología de casi todos los grupos políticos, lo mismo que sucedía en el resto del mundo, algo que ocasionó, primero, la Guerra Civil española de 1936/39, y seis meses después la II Guerra Mundial, uno de los mayores horrores que se han conocido en la historia. Se deberá excluir y erradicar el guerracivilismo de la dialéctica política y se deberá jugar limpio, desterrando corruptelas como la financiación ilegal de los partidos. Asimismo, se habilitarán mecanismos que permitan el derecho a decidir de las nacionalidades históricas, aunque no se basen en un simple 50% más 1. Y de ningún modo se podrá aceptar que la futura constitución republicana rebaje el contenido social de la actual, contenido que no se cumple en demasía por cierto. Ora gobierne la derecha ora la izquierda, el Estado del bienestar ha de mantenerse incólume. Una Seguridad Social garantista e integradora resulta imprescindible en todo modelo de Estado democrático.

El autor es escritor