a covid-19 nos plantea todavía muchos interrogantes, pero también algunas certezas. Por ejemplo, es indiscutible que el alto riesgo de contagios está asociado al contacto entre las personas. Las relaciones sociales, que tanto nos aportan en condiciones normales, pueden tornarse ahora letales. Y eso lo debemos tener muy presente en cada uno de nuestros actos.

También sabemos que existen factores de vulnerabilidad al contagio y sus efectos colaterales, como son la edad, padecer ciertas enfermedades o una salud frágil. También se ha sugerido la influencia de algunos tratamientos crónicos. Esta parece ser también otra de las certezas referente a esta pandemia.

La suma de estos dos factores se conjugan a la perfección en los centros sociosanitarios, ya que, por una parte, son núcleos de convivencia, con relaciones muy cercanas, y, por otra, están compuestas en su mayoría por personas de más edad, con pluripatologías y polimedicación, y una salud ya frágil.

Por esto esta pandemia coloca a los centros ante numerosos dilemas. ¿Cuál es la menos mala de las opciones? No hay solución perfecta. Elijamos la que elijamos, siempre tiene efectos indeseados.

Está claro que, por un lado, se debe proteger a las residencias de los contagios, de forma especial e intensa, por la rapidez de su propagación y por sus graves consecuencias.

Con este objetivo de protección, al menor signo de sospecha, se activa un testado amplio que abarca desde personas residentes a personal, además de los cribados periódicos que ya se vienen practicando. No olvidemos el especial cuidado con que se practica cualquier rutina mínima, cumpliendo atentamente las medidas higiénicas recomendadas. Una tarea que no siempre es fácil porque muchas veces va contra la automatización con que practicamos muchos actos de la vida cotidiana, tan propia de los humanos, aun a sabiendas de que cualquier descuido implica un riesgo, no pequeño.

También se realiza un esfuerzo para disponer del imprescindible material de protección. Para que éste sea adecuado y suficiente. La supervisión sanitaria es continuada, en este aspecto, y en general.

Estamos pues ante todo un entramado de actividades y esfuerzos coordinados que deben funcionar con precisión milimétrica y evitar cualquier distracción, por nimia que pueda parecer. Y, por si esto fuera poco, hay una exigencia ética hacia los trabajadores y las trabajadoras de estas residencias que se extiende más allá de su vida laboral y su centro de trabajo, y que precisa de una prudencia aumentada.

Una de las medidas implantadas más dolorosas es la limitación de contactos y actividad social, total o casi total, así como las salidas al exterior de las residencias. Hay que reconocer que estas limitaciones son más severas para las personas residentes que para el resto de la población, incluso para los iguales que permanecen en sus domicilios.

La limitación se hace más intensa debido al mayor riesgo de contagio y a padecer efectos más graves, sin descartar el fallecimiento. Palabras gruesas éstas, pero que quizá debamos tener muy presentes. Y este riesgo, que se ha manifestado en todo el mundo, Navarra lo ha sufrido de forma notable. Tampoco lo olvidemos.

Somos conscientes de que la limitación de dicha actividad social de los y las residentes tiene efectos adversos notables, al reducir la relación con sus allegados, algo que afecta también a cualquier persona, pero más especialmente a las que se sienten vulnerables y se encuentran en estados de salud frágiles. Por ello se implementaron salidas individuales a espacios seguros, libres de personas; visitas personales, aunque limitadas siempre al mismo allegado o allegada; contactos visuales a distancia y formas de comunicación telemática. Todo ello, lo reconocemos, es un sucedáneo de una buena calidad relacional. Y por eso también se permite la salida del centro residencial cuando hay un familiar que puede hacerse cargo de la persona residente, reservando la plaza para cuando la pandemia remita o ya sea un mal recuerdo del pasado.

Nos encontramos, evidentemente, con ese choque entre la necesaria protección del riesgo de contagio y la vida en mayúsculas, que pasa por mantener contacto y relación con otras personas. Un conflicto que se acentúa en el caso de las personas residentes debido a su situación vital.

Es normal que algunas veces sus familiares y allegados reclamen con insistencia mantener los contactos y salidas. Se trata de un dilema muy real y conflictivo que seguramente compartimos.

Incluso si la persona y su familia deciden asumir el riesgo de contagio y mantener las visitas, en condiciones similares a la situación previa a la pandemia, no resuelve el dilema, puesto que pondría en riesgo al resto de residentes. El contagio no incumbe única y exclusivamente a la persona contagiada, deja de ser un asunto privado para adquirir una dimensión comunitaria y de salud pública, desde el momento que la persona contagiada pasa a convertirse en potencial contagiadora.

Desde una perspectiva ética la elección es relativamente clara. Primero hay que proteger a las personas del riesgo de contagio porque con ello se protege la vida, su vida y la de quienes le rodean. Y, además, hay que encontrar la manera de compatibilizar esta protección con medidas que favorezcan el contacto con otras personas, sabiendo de antemano que siempre será insuficiente y no cumplirá plenamente las necesidades de todas.

El siguiente problema es convencer de todo esto a familiares y personas usuarias. Nada es fácil. Ni tomar las decisiones, ni explicar las razones, ni asimilar las consecuencias.

Además, la pandemia no nos lo pone fácil. Encontramos muchos obstáculos para establecer un diálogo fluido y próximo en el que reconocer las necesidades de cada quien y determinar de manera consensuada qué primamos. En nuestro caso, minimizar el riesgo de contagio y proteger la vida de las personas.

Hoy, en el ojo del huracán, no vemos el momento de que llegue la calma y recuperar nuestra vida y su discurrir cotidiano. Volveremos a retomar, sin duda, facetas tan esenciales de la existencia como al contacto con otros seres humanos: las visitas a las residencias, las salidas, las celebraciones, y a juntarnos sin ningún motivo especial, sólo por el placer de estar juntas.

Sin duda llegará ese momento, y estoy segura de que entonces, con la perspectiva necesaria, podremos afirmar que las decisiones que tomamos, tanto en la esfera privada como en la pública, pusieron a salvo del virus a muchas personas, incluidas a nosotras mismas.

La autora es consejera de Derechos Sociales del Gobierno de Navarra